2 de octubre de 2016

119ª noche - Fábula del marqués de Sarabia


En 1950, el marqués de Sarabia había enviudado y  residía en una lujosa casona con un matrimonio a su servicio. La mujer hacía los trabajos domésticos y el hombre cuidaba del mantenimiento, además de ejercer de chófer. Don Fausto llevaba una vida cómoda, sin sobresaltos, mientras el matrimonio se encargaba de todo lo necesario. Pero un día, como por casualidad, se le ocurrió repasar las cuentas que el servicio le rendía cada semana. Y encontró lo que no había imaginado: el matrimonio no le era fiel, algunas de las anotaciones reflejaban un importe mayor que el de las compras correspondientes. Se entretuvo entonces en revisar todos los tiques y apuntes, y en todos encontró el mismo desajuste. Era un robo sistemático. Muy disgustado, buscó con urgencia sustitutos y despachó a los infieles de inmediato. 

El nuevo matrimonio heredó las funciones del anterior y don Fausto, escarmentado, repasaba diariamente los gastos, feliz al comprobar la fidelidad absoluta de las cuentas que le presentaban. Pero al cabo de pocas semanas, el marqués vio que algunas bombillas de la lámpara del salón principal no lucían. Las comidas, antes sabrosas y saludables, se hicieron sosas, o saladas, o semicrudas, y a menudo indigestas. No fueron pequeños el frenazo y el sobresalto, cuando el coche estuvo a punto de atropellar a una muchacha. Sus libros no estaban donde los había dejado, ni la ropa tan bien planchada como siempre. En suma, su vida confortable se había convertido en una carrera de pequeños obstáculos e incomodidades.

Un domingo, cuando tomaba café en el Casino del Círculo al que pertenecía con don Anastasio, el que había sido su médico de cabecera, ya jubilado y amigo al que aún recurría si lo necesitaba, comentó con éste lo que le había sucedido: la infidelidad primero, la desatención después.

—Ahora me son absolutamente leales. —Terminó así la exposición.
—Sin embargo, estabas mejor antes, ¿no es así?
—¡No puedo consentir que me roben! —Arguyó el marqués, intuyendo la intención de su amigo.
—No, claro que no. Pero ahora controlas las cuentas, cosa que antes no hacías...
Don Fausto asintió en silencio. El viejo doctor continuó:
—El ser humano puede contener muchas virtudes, y también muchos defectos. Unas y otros conviven y se desarrollan según las circunstancias. Tus primeros sirvientes cumplían muy bien sus obligaciones, pero la tentación de sisarte los venció, porque les pareció fácil y sin consecuencias. Si no lo hubieras descubierto, estarías feliz. Lo que te robaban, ve a saber desde cuándo, no suponía para ti ningún problema. Sin embargo ahora estás a disgusto, tu casa se deteriora, tu salud también, y no sería raro, por lo que me explicas, que cualquier día tengas un percance con el coche. Y, cuidado, no hayan encontrado éstos un modo más discreto de sisarte. Creo, y no te enojes conmigo, que tú tienes la culpa. En tu lugar, yo recuperaría al anterior matrimonio, así volverás a tener la vida tranquila de antes. Pero, eso sí, ¡vigila bien las cuentas!
 

 

 

 

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