23 de agosto de 2016

118ª noche - El virus de la duda

Mi marido estaba raro. Yo suponía que era por la operación del pequeño, tras el accidente del autocar. El niño está bastante magullado, aunque nos aseguran que fuera de peligro. Pidieron que algún familiar donara sangre y se ofreció él.

Esta tarde, mientras yo estaba con Luisito en la clínica, entró mi marido, cabizbajo, arrastrando los pies. Se sentó, mudo y sin mirarme, y me alargó un sobre. El corazón me ha dado un vuelco, estaba segura de que eran malas noticias. Lo he abierto rápidamente. Dentro había una hoja de papel, unos análisis. No de Luisito; eran de él. Al leerlos, me he quedado de piedra. "Tienes que hacértelos tú también", me ha dicho con un hilo de voz, aún mirando al suelo. "No lo comprendo", añadió. Después, salió con el mismo desánimo.

Leo una y otra vez esas dos líneas que lo cambian todo. Y me pregunto cuántas cosas podría estar haciendo mi marido de las que yo no tenga idea. Y también si aquel hombre que conocí en Bilbao estaba tan sano como parecía. Dejaré que cargue él con el peso de la culpa. Y yo, con el de la duda y el silencio.


© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016

7 de agosto de 2016

117º noche - Sic transit gloria mundi



Le pregunté si veía la luz al final del túnel.
—¿Crees que estoy agonizando?
—No, no me refiero a esa luz. —Maldije mi torpeza—. Pregunto si se encuentra usted mejor.
—Me estoy muriendo.
—¡No diga tonterías, padre!
—He hablado con el médico y me ha dicho la verdad.
—¡Qué sabrán los médicos! —Porfié. Sus ojos, más hundidos que nunca, me miraron con hastío.
—Déjalo ya. Escucha: no digas nada a Luis, no quiero saber más de él, ni que ande por aquí cuando yo haya muerto. Para mí, no existe.
—Pero ¡padre...!
—No hay más que hablar. Es mi voluntad.

Se giró hacia la ventana, dando el asunto por zanjado.

Murió tres días más tarde, en los que no le oí ni una palabra. Fue de madrugada. Llamaron del hospital para darme la noticia. Avisé a la funeraria para que se encargara del traslado del cadáver al tanatorio del pueblo.
Luis es mi único hermano, doce años mayor que yo. Poco después de morir madre, se fue a Huesca, a cumplir el servicio militar; una ciudad lejana y mal comunicada con Aljaraque, donde todavía vivo, cerca de Huelva. Yo tenía entonces nueve años. Padre no le perdonó que no volviera ni que se desentendiera del negocio. Yo quería a mi hermano, pero era entonces muy joven y no pude, o no supe, enfrentarme a un hombre al que la viudedad había agriado el carácter, ya de por sí huraño. De modo que, durante casi quince años, entre mi hermano y yo no hubo ningún contacto.
 
A pesar de la voluntad de padre, sentí la obligación de avisarle. Busqué su teléfono y le di la noticia. Guardó un largo silencio, como si dudara. Después, sólo dijo: "Estaré ahí en unas diez horas". Y colgó.
 
Aproveché la espera para revisar los documentos que guardaba padre en su escritorio. Algunos recibos —el seguro de entierro siempre al día—, contratos y escrituras... Junto a los papeles aparecieron algunos álbumes con fotografías y recuerdos. Empecé a hojearlos, pero en seguida me llamaron para que acudiera al tanatorio y decidí llevarlos conmigo para distraerme.
 
Amortajado con un hábito oscuro, apenas reconocí el cuerpo de padre, consumido por la enfermedad. Hubiera querido verlo como al hombre que llegué a admirar en otro tiempo, pero sólo vi a un anciano diminuto y mezquino. Ocupé uno de los sillones de la sala de visitas y empecé a revisar el álbum más antiguo. En las primeras fotos, ajadas y en blanco y negro, aparecían mis padres, muy jóvenes, aún novios. Cogidos de la mano, recorriendo la Feria o el Rocío. Ella, alegre, con moño alto, menuda y frágil. Él, trajeado, elegante y enjuto. Después, algunas fotos de la boda y de domingos felices, antes de que naciéramos los hijos. Al pasar una página, apareció un papel manuscrito. Era una carta, fechada doce años atrás, con la firma de mi hermano Luis.
Yo no recordaba que él nos hubiera escrito alguna vez, para mí fue una sorpresa y la curiosidad hizo que la leyera de arriba abajo. Iba dirigida a padre, y Luis trataba de reconciliarse, se disculpaba por haberse quedado en Huesca, pero también mantenía su decisión y defendía sus razones. Hacia el final, había un fragmento dirigido a mí:
"Por ahora no voy a volver, Julito, porque he encontrado al amor de mi vida y nos quedamos a vivir aquí, es lo mejor. Padre se ha enfadado por eso y de momento no quiere saber nada, pero se le pasará... —¡Cuánto se equivocaba!— Te llamaré por teléfono para saber de vosotros, y espero que vengas a vernos a menudo, aquí hace frío, pero lo pasarás muy bien, podrás esquiar en invierno, verás qué divertido, y en verano los paisajes son preciosos...". Se despedía cariñosamente y anunciaba una visita para cuando tuviera ocasión, siempre que padre se lo permitiera. Dentro de la nota, una hoja doblada por el centro, encontré la mitad de una fotografía rota, en la que aparecía mi hermano tal como yo lo recordaba. La otra parte había desaparecido.
 
Sentí rabia hacia padre, que me ocultó la carta. Imaginé todo lo que me había perdido por su culpa, el cariño y el contacto con mi hermano mayor, el único, y me enfurecí. ¡Qué distinto el tono cariñoso de la carta del que acababa de notar por teléfono! También me sentí culpable. Obedecí a padre excluyendo a Luis sin rechistar, ignorándolo durante tantos años. ¡Qué bien había hecho en avisarlo! ¿Por qué tendría padre esa inquina hacia él? Muchos jóvenes se emparejan y se casan en la mili.
 
Pasé las horas curioseando los viejos álbumes que había llevado conmigo, fotos y recuerdos de un tiempo que viví como bueno, pero que en aquel momento me pareció cargado de hipocresía y egoísmo.
 
Varios amigos acudieron durante la tarde para dar el pésame y acompañarme unos instantes. Ya era de noche cuando llegó Luis. Yo estaba a la puerta, fumando un cigarrillo, y el corazón me latió con fuerza cuando comprendí que el coche polvoriento que se acercaba era el suyo. Aparcó a escasos metros, lo reconocí en cuanto puso un pie en el suelo. Había cambiado poco, debía de tener treinta y ocho años pero aparentaba muchos menos, seguramente parecíamos casi de la misma edad. Fui hacia él, lo abracé y le pedí perdón sin darle tiempo a decir nada. Estuve a punto de echarme a llorar. Él me abrazó, también emocionado, y en silencio me miró con los ojos brillantes. Me separó un poco, tomándome con fuerza de los hombros. "Has crecido mucho", y me sonrió. Mientras tanto, se abrió la puerta del acompañante y bajó un hombre algo mayor que él, que se mantuvo a respetuosa distancia hasta que Luis le hizo una seña para que se acercara.
−Te presento a Gabriel. Es mi amigo.
−¿Tu amigo? −balbucí.
−Mi pareja, sí.
Entonces lo comprendí todo. El rechazo de padre, la fotografía rota, su deseo de que Luis no estuviera en el funeral... El viejo, siempre más preocupado por el qué dirán que por la familia. Y me alegré de haber desobedecido su última voluntad. Mi padre me había robado un hermano, pero yo acababa de recuperarlo, y todo el pueblo sabría en su funeral el motivo mezquino que lo movió a ello. Apenas pude contener una sonrisa al imaginarlo revolviéndose en su recién estrenada tumba, mientras Luis y Gabriel, a mi lado y de luto, recibían el sentido pésame de los paisanos.

Sic transit gloria mundi.

© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016

6 de agosto de 2016

116ª noche - ... Y un huerto claro donde madura el limonero.

Vi hace pocos días un programa cultural del Canal 24 horas, de RTVE. Una entrevista a José Alberto García Gallo, más conocido como Alberto Cortez.  Alberto tiene 76 años y el presentador lo trata de Maestro, con cara de discípulo y admiración sin límite, como es habitual en este tipo de espacios culturales con las "viejas glorias".

La primera vez que recuerdo haber visto al cantante, debía de tener yo unos doce o trece años y fue en Televisión Española, no muy lejos de 1965, en blanco y negro todavía. Cantaba una canción de la que siempre he recordado el estribillo: "Soy joven y me quiero divertir, busco a una chica que me pueda aconsejar...". No, no era una letra muy profunda. La recuerdo porque hicimos un poco de guasa con ella durante bastante tiempo.  Por entonces también cantaba Manolito Díaz canciones como Chachispúm (el nombre de un perro, también lo recuerdo por lo de la guasa), Bibí (no la Andersen), Vino una Ola o  Rufo el Pescador, estas dos últimas popularizadas por  Massiel. Poco arte pero muy moderno y mucho "mensaje". Cortez siempre me pareció en esa misma línea.

Volviendo a la entrevista, en un momento de ella,  Alberto dice (no es literal):

Me sorprende la poesía de Machado, sobre todo esos versos:

 Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
 y un huerto claro donde madura el limonero...
 
Y añade: "¡Cómo pone este hombre...! Ha de ser una licencia poética porque los que maduran son los limones, no el limonero...".

Para tener un árbitro solvente e imparcial, vamos al DRAE:

madurar
Del lat. maturāre.


1. tr. Hacer que un fruto alcance el grado de desarrollo adecuado para ser consumido. El sol madura las uvas.
2. tr. Llevar algo como una idea o un proyecto a su desarrollo mediante la reflexión.
3. intr. Adquirir madurez.
4. intr. Med. Dicho de un absceso o de una inflamación localizada: Llegar a un estado en que puede supurar.
 
De las cuatro acepciones de  madurar, la primera y principal, transitiva, es la que usa el  maestro (Machado) cuando dice "y un huerto claro donde madura el limonero" (el limonero, como el sol,  madura los limones). Al parecer, Alberto sólo conoce la acepción tercera, intransitiva, en la que los únicos que pueden madurar son los limones.

Así que por la boca muere el pez.