24 de abril de 2016

111ª noche - La tentación de don Antonio

       Don Antonio había sido un niño introvertido y estudioso, que abrazó el sacerdocio como único modo, por su origen humilde, de seguir estudios cuando terminó la enseñanza primaria. Con la pubertad llegó el deseo, aunque se adaptó bien a la vida religiosa y durante muchos años, en los que anduvo de pueblo en pueblo y de parroquia en parroquia, cumplió cabalmente sus obligaciones, pero no sentía fe y cuanto más profundizaba en Teología, más dudaba de la existencia de ese Dios bueno pero irascible, omnipotente pero pusilánime hasta el extremo de abandonar el mundo a la continua serie de calamidades que lo asolan. No obstante, don Antonio guardaba para sí sus dudas y controlaba sus impulsos, y todo cuanto hacía y decía se ajustaba perfectamente al canon de la Iglesia; mejor que algunos de sus compañeros, de los que se sabía en privado de ciertos pecados no tan veniales, sobre los que todos hacían la vista gorda y cualquier insinuación era rematada con un: "Nadie, salvo Dios, es perfecto".

      Cuando cumplió los cuarenta y seis, don Antonio conoció por primera vez lo que es el infierno, en forma de cólico renal. Hasta que pudieron asistirlo en el remoto lugar donde vivía, pasó varias horas con un dolor insoportable. Ingresó por unos días en el hospital comarcal y, al alta, lo llamó el señor Obispo para interesarse por su salud.
      —Es mi obligación cuidar de los sacerdotes de mi diócesis. Por nuestros votos no podemos formar una familia propia, sólo la gran familia de la Iglesia, que siempre, no lo dude, nos cuidará. Pero también ayudan el arraigo al lugar donde se vive y la cercanía de los parientes. Sin olvidar la calidad de la atención médica, que, con los años, como ha podido comprobar, empieza a ser necesaria. Por eso, cuando alcanzan una edad, trato de procurarles destinos más cómodos. ¿Tiene usted familia?
      —Tengo una hermana en Estepona —explicó don Antonio.
      El Obispo torció el gesto ligeramente. Juntó las manos y apoyó los labios sobre la punta de los pulgares durante unos segundos. Después pareció haber resuelto una duda y continuó:
      —Creo que don Julián, el párroco de los Remedios, ronda la jubilación. Pronto tendrá noticias. —El Obispo dio por terminada la entrevista con una sonrisa.

      Pocos meses después don Antonio fue trasladado a una de las tres parroquias de Estepona. Se presentó a los otros dos párrocos, mucho mayores que él, y una vez instalado se dispuso a cumplir sus obligaciones.
      Como le habían advertido, su trabajo cambió radicalmente: las misas, casi desiertas; en la confesión, ni un alma. El templo, pequeño pero precioso edificio del siglo XVIII, era más un objetivo turístico que lugar de oración. En bodas, bautizos y comuniones se abarrotaba, sí, pero de ese tipo de "fieles" que no van nunca a la iglesia y no saben si estar sentados o de rodillas, ni responder con un simple amén. Y don Antonio, que seguía con sus dudas, pensaba que el infierno habría de ser muy grande, pues muchas eran las personas que vivían en pecado mortal. Y Dios, el omnipotente Dios, lo consentía. ¿Cómo vive tanta gente apartada de Dios? ¿Es eso lo que Él quiere? Y, si no lo quiere, ¿por qué lo permite? El libre albedrío del hombre, claro. ¿Es libre albedrío el de estos niños a los que sólo llevan al templo en el día de su bautizo y en el de su comunión?
      El trabajo era escaso y en las horas de ocio leía y reflexionaba. Abandonó el uso de la sotana y se interesó por libros que trataban la religión desde un punto de vista crítico. Uno de ellos comenzaba hablando de un ermitaño quien durante toda su vida había sido un estricto anacoreta. Pero en su vejez lo asaltó una duda: si Dios existía y todo era tal como le habían enseñado, debía estar feliz, pues tenía la Gloria eterna asegurada. Pero, si no, habría desperdiciado su vida por entero, privándose de todo placer que no fuese el nacido del sufrimiento místico. Entonces el ermitaño comprendió que esa simple duda lo condenaba y que todo había sido inútil. La fe, aunque sin obras no es bastante, es el único camino. Obras sin fe no llevan al Cielo. Eso dice la Iglesia. Y esa falta de fe era también el caso de don Antonio.
      No fue algo que él eligiera. En su mente comenzó a crecer un nuevo concepto de Dios, más acorde a su parecer con lo que veía alrededor. Deducía: "Si Dios es el Creador, infinitamente sabio y omnipotente, su intención no debió de ser muy distinta del resultado conseguido. Lo contrario habría sido una impensable torpeza". Y don Antonio dejó de buscar al Creador en los libros y en los dogmas, para buscarlo en el mundo real que lo rodeaba. Siguió con su rutina de párroco, pero fuera del trabajo se relacionaba más con la gente, abandonando la rigidez de costumbres que siempre había mantenido. El celibato le pesaba cada día más. En nada ayudaban los grupos de jóvenes turistas que deambulaban por todas partes y que el atribulado párroco miraba cada vez con mayor curiosidad.
      Se sentía angustiado, temiendo dar un paso en falso, pero necesitaba una respuesta. En ocasiones paseaba por las playas. Superado el leve sentimiento de culpa, cada vez se atrevía a caminar más lejos en la larga extensión arenosa llena de cuerpos al sol. Uno de esos días, rebasada la hilera de rocas que sirve de rompeolas, llegó a un pequeño rincón lleno de bañistas completamente desnudos. Nunca había visto nada parecido. Se estremeció hasta la última célula de su ser. Desbordadas sus emociones, juntó ambas manos y alzó la vista al cielo: "¡Señor, dame fuerzas!", pidió. Al sentir una erección como jamás había tenido, don Antonio comprendió el plan del Creador.


 © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016

3 comentarios:

Blanca Miosi dijo...

Jajajajaja, ese don Antonio...

Unknown dijo...

Muy bueno!

Panchito dijo...

Muchas gracias por vuestra lectura, amigas Blanca y Marlene. Celebro que os haya gustado este cuento un poco irreverente.