31 de marzo de 2016

110ª noche - La profecía

   Neferté dejó caer la fina túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió el limo envolviendo sus pies y el contacto agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek.
 
   Dos días antes, Neferté se había despertado agitada, llena de desasosiego por un ensueño extraño: en el atardecer, ella caminaba de regreso hacia su choza con dos cántaros llenos de agua que había recogido del pozo próximo al cañaveral; ya muy cerca de la casa vio a Khun, su esposo, que había regresado de las tareas del campo y la contemplaba desde el umbral. Neferté aceleró el paso, impaciente por reunirse con él. Entonces se partió la cinta de una de sus sandalias, ella tropezó y los cántaros cayeron al suelo, rompiéndose en añicos. Pero en lugar de agua, un enorme charco de sangre quedó en el camino.
   La angustia la acompañó durante todo el día, no lograba apartar de su cabeza el inquietante sueño de la noche anterior. Ocupada en cuidar de los animales, ordeñar las cabras, remendar algunos trapos y las demás tareas de la casa, la jornada transcurrió con aparente normalidad, sólo su cerebro escapaba de la rutina con una incesante pregunta: ¿qué podría significar ese sueño? Cerca del ocaso regresó Khun del pequeño huerto que cultivaba, cenaron unas tortitas de trigo con higos y ella se acostó pronto, esperando que un sueño reparador la alejase de sus preocupaciones.
   A medianoche Neferté despertó dando un grito. El sueño se había repetido, idéntico, con la única salvedad de que en esta ocasión ella llevaba un solo cántaro, no dos. Khun despertó también al oír el grito pero, viendo que no se trataba más que de una pesadilla, volvió dormir, abrazado a su esposa.
   Neferté ya no pudo pegar ojo en el resto de la noche. Estaba segura de que el ensueño tenía un significado que ella no podía descifrar. Los cántaros rotos, la sangre en el suelo cerca de su casa, Khun observando... ¿Qué querían decirle los dioses? Observó a su esposo, dormido a su lado. Sus cabellos negros, brillantes; su cuerpo musculoso, su olor a hierbabuena y albahaca... Hacía un año de su boda, cuando ella tenía trece. Pronto cumpliría los quince y estaba ansiosa por darle su primer hijo... Acarició su espalda con delicadeza, para no despertarlo. Y así amaneció.
  Apenas Khun hubo marchado, Neferté cogió la pequeña orza de aceite de oliva, uno de los presentes de su boda, y salió hacia el templo de Bastet. Caminaba ligera, a ratos corría, impaciente por llegar. El sol ya estaba sobre las palmeras cuando atravesó la imponente puerta y llegó al gran patio de columnas. Paseando entre ellas vio a quien buscaba. Corrió hacia él y se postró a sus pies, elevando la orza de aceite en sus manos, a modo de ofrenda.
   —Acepta este presente para tu señora Bastet y socorre a su sierva en su desdicha. Es aceite de Palestina, el mejor y más oloroso, un presente que recibí en mi boda y que yo te entrego para conocer el significado de un ensueño que he tenido por dos días consecutivos. Apiádate de esta campesina, te lo ruego.
   Hami, guardián y sacerdote del templo, recogió la pequeña orza, la abrió y vertió unas gotas del contenido sobre su mano izquierda, que después olió y lamió con gesto de satisfacción.
   —Álzate y habla, mujer —ordenó con voz solemne.
   Neferté se sentó sobre sus talones, sin llegar a ponerse de pie al darse cuenta de que era mucho más alta que Hami. Le contó con detalle los dos sueños de las noches precedentes y la angustia que por ellos sentía. El sacerdote escuchaba con atención y, al terminar, quedó largo rato en silencio, con los ojos cerrados, como en trance.
   —¿Cuál es tu nombre? —preguntó por fin.
   —Neferté, mi dueño.
   —Sígueme.
   La mujer siguió a Hami al interior de una construcción de piedra, atravesando un estrecho pasadizo hasta llegar a una sala más amplia en cuyo centro se encontraba la gran estatua de un gato en actitud vigilante, con un ancho collar. El sacerdote colocó la orza a los pies de la estatua y desapareció tras ella. Neferté se sintió intimidada, sola con la inquietante imagen del gato en la lúgubre estancia, únicamente iluminada por dos pequeñas lámparas alimentadas con aceite de ricino. Momentos después una nueva luz, más potente, surgió por detrás de la estatua y una voz con extraños ecos le llegó desde un sitio indeterminado:
 
Neferté, el sueño que has tenido es una profecía. Los cántaros son los días que faltan: ayer dos, hoy uno, el día señalado es mañana. La sangre es la muerte y a quien va a morir lo has visto en el ensueño. Morirá por algo que tú harás, porque tú rompes los cántaros con tu descuido. Ahora, vete.
 
   El corazón de la muchacha se encogió al oír la profecía, sintió pánico de ella misma, ¿Khun iba a morir, al día siguiente, por algo que ella haría? Rompió a llorar, desbordada por su inmensa angustia.
   Regresó a la choza como sonámbula, con la cabeza dando vueltas a las palabras de la diosa. No es posible —cavilaba—, los dioses pueden equivocarse, yo no haría nunca nada contra Khun. Es mi marido, mi dueño, mi amor, lo es todo para mí.... Sumida en su profunda preocupación pasó el resto del día y se esforzó en que Khun no notase nada al regresar. Se acostó con una gran ansiedad por temor a nuevas pesadillas, no quería dormir pero por fin el agotamiento la venció. Esa noche transcurrió sin ensueños extraños.
 
   Despertó cuando Khun se había marchado. Un instante después recordó la profecía y con terror pensó: hoy sucederá lo que haya de suceder. No molió el trigo, ni arregló la casa, ni trajo agua del pozo, ni hizo nada más que esperar, sentada a la puerta, a que ese día aciago transcurriera. El sol recorrió su camino más lento que nunca. Vio menguar la sombra de los juncos y más tarde volver a crecer, alargándose sobre la tierra reseca y arenosa en esas fechas. Pronto llegaría la crecida. Y pronto volvería Khun del trabajo en la huerta... ¿Que él iba a morir por algo que haría ella? ¡Imposible!, pensó. Pero entonces se iluminó una luz en su cerebro: ella no haría nada contra él, de eso estaba segura, pero ¿y si fuese algo involuntario? ¿Y si lo envenenara, sin saberlo, o por un accidente o por torpeza, como en el ensueño, ella hiciese algo que acabara con la vida del muchacho? La idea le resultó insoportable. ¿Sería eso lo que la diosa le había profetizado? La posibilidad se abrió paso en su mente como un huracán hasta convertirse en certeza. ¡Sí, no podría ser de otro modo! Bastet no se equivoca nunca y ella no debía tratar de engañarse a sí misma. ¿Qué hacer?, se preguntó con desesperación... Y entonces, al ver de nuevo la tierra reseca y arenosa, lo supo.
   Neferté dejó caer la túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió el limo envolviendo sus pies y el contacto agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek. Dobló las rodillas y se dejó llevar por la corriente. Una dulce sensación de ingravidez la inundó. Sería más fácil de lo que había imaginado y Khun quedaría a salvo, reharía su vida, sólo tenía diecisiete años... Volaba en el agua como un ave en el cielo, conteniendo aún la respiración. El lecho del río ya quedaba lejos de sus pies, no había vuelta atrás posible. Se le acababa el tiempo... De pronto un chapoteo le hizo abrir los ojos. Horrorizada, vio la cara de Khun a través de las turbias aguas, junto a la de ella. Su esposo luchaba desesperadamente por sacarla a flote. Intentó gritar con todas sus fuerzas: ¡¡Vete, Khun, vete, vuelve a la orilla, déjame...!!, pero al hacerlo el agua le inundó la boca y los pulmones.

A la mañana siguiente, en un recodo, el río devolvió los cuerpos de los dos jóvenes, abrazados. Un gran gato negro con un ancho collar los miraba, en actitud vigilante.

© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2011

No hay comentarios: