30 de mayo de 2015

94ª noche - Los milagros de Nuestra Señora

  Los Mendoza del Moral eran la más importante familia de El Fontanillo, pueblo sevillano fundado por sus antepasados a finales del siglo XIII, poco después de que el Rey Santo de Castilla sometiera a los moros de aquellas tierras. Hacía siglos que los títulos nobiliarios se fueron por otras ramas de la familia, que se trasladaron a Madrid, pero la hidalguía y pujanza económica de los que quedaron en la casa solariega aseguraban su hegemonía en la comarca. Por eso, cuando Catalina Ojeda de Mendoza abortó por tercera vez, don Rafael fue a la iglesia parroquial de la Asunción con una promesa solemne: si su esposa le daba un heredero, haría a su costa una nueva fachada para el templo en el más puro estilo barroco andaluz. Después se postró ante la Virgen y pasó orando el resto de la tarde.
  Los ruegos debieron de ser escuchados, pues al poco tiempo Catalina quedó de nuevo encinta y dio a luz un precioso niño al que bautizaron Pablo. El padre se apresuró a cumplir lo prometido, encargando de ello a los mejores arquitectos cordobeses. En el friso del que arrancaba la espadaña ordenó poner la siguiente inscripción: "GRATIAS AGIMUS TIBI DOMINA EXCELSA - PAULUS 1 NOV 1742". En los años siguientes llegaron dos niñas en sendos embarazos. Rafael se felicitaba por haberse confiado a la Virgen.

  El pequeño Pablo, el primogénito tan deseado, era el ojo derecho de sus padres, que no escatimaron a la hora de proporcionarle el bienestar y la educación que le correspondían. Todos los domingos lo llevaban a misa y, al salir del oficio, era Pablo el encargado de repartir algunas monedas entre los pordioseros que aguardaban junto al pórtico. Desde muy chico, Rafael le señalaba el friso donde aparecían su nombre y fecha de nacimiento como recuerdo del milagro de la Virgen. A su corta edad, el niño se hizo la idea de que él mismo era milagroso: su nombre figuraba en el templo al igual que el de los santos, los mendigos le besaban las manos con devoción cuando repartía las limosnas, hasta el párroco en ocasiones se refería a él como fruto de Nuestra Señora. Todo ello hizo que en Pablo creciera un profundo sentimiento religioso, lo que complacía a sus padres hasta que, cerca de la edad de nueve años, manifestó su deseo de hacerse sacerdote.
  Rafael quedó muy contrariado. Pablo era su hijo mayor, el único varón, el llamado a continuar el linaje y la pujanza de la familia, no a entrar a la Iglesia, destino más propio para alguna de sus hermanas, si sintiera esa vocación. Como el niño era aún pequeño, el padre creyó que al crecer se le iría la idea de la cabeza. Cuando Pablo recibió la Primera Comunión se interesó por ser monaguillo de la parroquia, donde pasaba todo el tiempo que sus maestros le permitían. La determinación por entrar en el clero se hizo entonces férrea. Don Rafael habló de ello con el párroco pero, como persona principal, buen cristiano y familiar del Santo Oficio, el padre no podía oponerse a la vocación del chiquillo, y el cura estaba entusiasmado con la idea. De manera que, a regañadientes, tuvo que disimular su disgusto, confiando todavía en que, tal vez, cuando tuviera más edad, el niño desistiera.

  En poco tiempo, el joven Pablo, inteligente y aplicado, aprendió latín, recitaba de memoria cualquier página del Misal Romano y conocía el templo mejor que el sacristán. A los doce años visitó por primera vez el Seminario Conciliar Sevillano, un viaje de unas dos horas en carreta, acompañado por el cura, para tantear la admisión del muchacho. El Rector quedó impresionado por sus cualidades, y acordó que Pablo ingresara al centro en su próximo cumpleaños, festividad de Todos los Santos e inicio del curso. El párroco y su acólito regresaron exultantes a El Fontanillo.

  En los meses siguientes, de nada sirvieron las largas conversaciones de Rafael con su hijo. Argüía aquél que, siendo Pablo el mayor y único varón, debía cuidar de la familia y administrar las propiedades, tener herederos... Pero el muchacho se cerraba en la idea de que su vocación era por voluntad de la Virgen, y más de una vez le mostró el friso en el que esa voluntad quedaba patente. El padre se maldijo mil veces por haberlo colocado allí. Por otro lado, su propia fe y la determinación del chico llegaron a hacerlo dudar. ¿Sería verdaderamente el deseo de Nuestra Señora? ¿Y si Pablo estuviera en lo cierto?
  Un Rafael angustiado se postró ante el altar de la Virgen de la Asunción en la tarde del último día de octubre y musitó: "Señora, si es tu voluntad, dame entendimiento y consuelo. Y, si no lo es, dáselos a mi hijo". Aquella noche no pudo dormir, ni quitarse de la cabeza que, cuando amaneciera, Pablo saldría de su mundo para siempre.
  Después del desayuno, Rafael y Pablo estaban vestidos para la ocasión y el carruaje, al que ya se había subido el cura, aguardaba en la puerta. Se despedía el niño de su madre, entre los sollozos de ésta, cuando el suelo empezó a temblar. Primero, despacio, como mecido por suaves olas, y, poco después, con la violencia de un temporal. Todos, muy asustados y sobrecogidos, salieron al patio por temor a que la casa se derrumbara sobre ellos. Los caballos, que ya habían sido enganchados al carro, se lanzaron al galope hacia el campo, como desbocados, sin que el cochero pudiera evitarlo. Pasaron unos largos segundos y todo volvió a la normalidad, pero nadie se movió de donde estaba. Se miraban unos a otros sin entender nada ni saber qué hacer. De pronto, un estruendo anunció otra sacudida, esa vez más fuerte. Algunas de las cornisas se desprendieron y cayeron al patio. Durante cerca de diez minutos, varios temblores se sucedieron con pequeñas pausas entre ellos. Por fortuna, la casa, de tan solo dos plantas y buena fábrica, resistió. Después, tras un largo y tenso silencio, volvió la calma.
  Rafael y su hijo se dirigieron a pie hacia el centro del pueblo. En el camino, las casas más humildes aparecían completamente arruinadas, y algunos heridos eran cuidados por familiares y vecinos. Otros se afanaban por sacar de entre los escombros a los que habían quedado sepultados. Y muchos, igual que ellos, caminaban como autómatas hacia la plaza del templo. Al llegar allí, comprobaron que la iglesia seguía intacta, excepto la espadaña que, antes alta y esbelta, se había derrumbado frente a la puerta de entrada. El friso, hecho pedazos, descansaba a un lado, ya ilegible, excepto por dos de las piedras que curiosamente habían quedado juntas, formando la frase EX PAULUS. Era la respuesta de la Virgen.
  Ambos se arrodillaron y santiguaron, con la vista elevada al cielo. Después, Rafael juntó las manos y rezó fervorosamente durante largo rato. Al terminar, se alzó y, en voz alta para que todos pudieran oírlo, dijo: "A mi costa reconstruiré todo lo caído, y en esta ocasión el friso agradecerá a la Virgen que nos haya preservado a los que estamos ilesos, y que vele por los que han tenido menos suerte". A continuación abrazó a su hijo y lo devolvió a la casa.

 
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015

 
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17 de mayo de 2015

93ª noche - Fábula de Gusanito

    Tras todo el día arrastrándome arriba y abajo, llegué a la lechuga. La olí y mordisqueé con precaución. Tal como había imaginado, estaba crujiente y deliciosa, mucho más que las hojas del árbol que había abandonado. Como ya oscurecía, me acurruqué cerca del cogollo para pasar la noche.
    Con los primeros rayos del sol, estiré mis patitas y me lancé sobre una de las hojas más tiernas. La perforé cerca del centro y fui mordiendo de modo regular, dejando un agujero de bordes festoneados cada vez mayor. En uno de los bocados noté algo viscoso. Dos cuernecillos asomaron por el agujero:
    —¿Qué haces? ¡Me has mordido...! —Se quejó el caracol.
    —Disculpe, señor caracol, no lo había visto. —Me excusé—. Ya lo ve, estoy comiendo esta hoja tan jugosa... ¿Usted no come? Está muy buena.
    —Hoy haré dieta, esta noche he ido un poco suelto... —El caracol se deslizó hasta ponerse a mi lado. Me miraba con curiosidad, moviendo sendos ojillos que remataban cada uno de los dos cuernos—. Pero ¿tú no eres un gusanito de seda?
    —¿De seda...? No lo sé. Todos mis hermanos están allí, en aquel árbol de hojas ásperas y malolientes. —Señalé la morera.
    —Y allí deberías estar tú también. No tengo duda de que eres un gusano de seda, y aquella es tu comida, no ésta. Harías bien en volver allí si no quieres tener problemas. —Y, muy despacio, el caracol se fue deslizando hacia otra hoja, sin despedirse.
    Seguí a lo mío, saboreando cada mordisco de aquel manjar recién descubierto. El esfuerzo había valido la pena. Estaba a punto de terminar la hoja cuando pasaron a mi lado dos mariquitas. Caminaban rápidamente, como si tuvieran prisa, y apenas me prestaron atención. Alcancé a oír algo de lo que hablaban:
    —¿No es éste un gusano de seda?
    —Lo es. Y, si come lechuga, se le van a secar los sesos. Allá él, no es cosa nuestra.
    ¡Qué sabrán esas mariquitas!, esto está buenísimo, me dije. Empezaba a sentir la panza llena, pero aún cabría algún bocado más, por lo que me moví a otra de las tiernas hojas y seguí mordisqueando.  Una fila de hormigas se cruzó conmigo. Eran muchas, y cada una me decía algo diferente:
    —Gusanito...
    —Si comes lechuga...
    —Te quedarás ciego...
    —Se te hinchará la panza...
    —Te saldrá rabo...
    —Te volverás tonto...
    —Te quedarás cojo...
    —Se te caerá la piel a tiras...
    Y siguieron pasando y haciéndome terribles predicciones. Yo me decía: ¡qué sabrán estas hormigas ignorantes!, siempre unas detrás de otras. Algo tan delicioso no puede ser malo. Unos días después se me hinchó la panza, empezó a caer la piel a tiras y me asusté. ¿Tendrían razón las hormigas? Pero debajo de aquella piel apareció otra más bonita, y no hice más caso.
    Seguí comiendo y comiendo día tras día, hasta que de pronto un hilo muy fino que salía de algún lugar de mi cabeza empezó a envolverme. Yo no sabía qué era aquello, pero tenía tanto sueño que me acurruqué sin moverme, hasta sentir que estaba completamente envuelto en una capa muy suave y amarillenta. Después, debí de quedar dormido.
    Cuando desperté, no me reconocí. Mi cuerpo, antes largo y delgado, era entonces una bola rechoncha y peluda, con unas alas demasiado pequeñas para algo tan pesado. Sentí que me asfixiaba y mordí con furia la capa suave y amarilla para escapar de mi prisión. Avancé unos pasos y me quedé, ciego e inmóvil, sobre los restos de la hoja que días antes había empezado a mordisquear.
    Llevo así tres días. Soy incapaz de probar bocado y de moverme. Sólo espero no sé qué, pero no llega. Siento un ansia que no comprendo, la necesidad de estar con mis hermanos, mas las fuerzas me han abandonado y se me hace imposible volver al árbol donde sé que ellos están. Recuerdo ahora las advertencias de las hormigas sabias y me pregunto por qué, entre tantas calamidades como me anunciaron, ninguna me avisó de la verdad: Te quedarás solo.

MORALEJA

Buscándose una vida diferente,
Gusanito bajó de la morera,
decidido a saltar cualquier barrera,
a conocer el mundo y a otra gente.

Llegó a su nuevo hogar tras la carrera,
rompiendo de este modo la costumbre
de mil generaciones, mansedumbre
de quien acepta el sino que le espera.

Cuando lo ven, todos le dan consejos:
que vuelva con su gente y sus hermanos
y Gusanito piensa: ¡Bah!, son viejos

asustadizos, necios y villanos.
No soportan que yo llegue tan lejos
y mi valor confunde a estos ancianos.

Así que Gusanito no hizo caso.
Después, su soledad fue su fracaso.

©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
 
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12 de mayo de 2015

92ª noche - Mal menor

En la ciudad, maltratada por el desempleo y la miseria, se producen a diario violentos atracos, en los que los agresores utilizan con frecuencia alguna arma blanca. A menudo, las víctimas reciben heridas que, dada la mugre que suelen acumular los cuchillos y navajas de los delincuentes, tienden a infectarse gravemente, cuando no a transmitir alguna terrible enfermedad.
Las autoridades están preocupadas por los atracos pero, más aún, por sus consecuencias sobre la salud. Tras consultar con las fuerzas vivas de la localidad, el alcalde anuncia: No es posible evitar los atracos, pero sí podemos mejorar las condiciones sanitarias. Si van a atracar, al menos que lo hagan con higiene, explica desde el balcón de la Casa Consistorial. En el estanque, los gansos de la plaza aplauden largo rato.
A partir de este momento, a cualquiera que en la ciudad lo precise se le entregará gratuitamente un cuchillo limpio en el Ayuntamiento. Sin preguntas, por orden del señor alcalde, que pudieran desanimar de utilizar este higiénico servicio.
 
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015

 
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