13 de noviembre de 2014

89ª noche - Mentira piadosa

Desde su corta edad, Antonio pensaba que la tía Paula tenía todos los años del mundo. Era hermana de su fallecido abuelo materno, Julián, y no supo de ella hasta que, un verano, la familia decidió ir de vacaciones al pueblo de sus orígenes. El padre se reuniría con ellos unos días después, por cuestiones de trabajo.
 
Voluminosa, vestida con indescifrables envolturas, siempre de luto no se sabía bien por quién, la tía Paula era una mujer extravagante. Estaba casada con el tío Diego, que había sido pregonero, ya jubilado. Era un hombre enjuto, alto y ligeramente encorvado, que parecía alimentarse sólo de cortados(*) con leche condensada y copas de coñac, a pesar de lo cual nunca se le veía ebrio, al contrario, siempre cabal, simpático y comedido en todo. Con frecuencia llamaba a su mujer "Doña Paula", lo que parecía bienintencionadamente socarrón. Y es que Doña Paula tenía delirio de grandeza.
 
Hacía mucho tiempo que la familia no tenía contacto, tanto que los tíos no sabían de la existencia del niño. Cuando llegaron a la casa del pueblo, conociendo lo mirada que era Paula para eso, a la madre se le ocurrió decir que lo habían bautizado Julián, como el abuelo. La tía quedó oronda y satisfecha con el detalle, pues no cabía en su imaginación que hubiera sido de otro modo. Y se pasó la tarde llamándolo: Julián por aquí, Julián por allá... Antonio, advertido por su madre, atendía, aunque sin comprender el extraño cambio de nombre. Pero, pasada la inquietud de los primeros momentos, el niño se olvidó  y dejó de prestar atención. Y la tía no era tonta.
—Mira a tu hijo. ¡Julián, ven...! Ni se inmuta.
Antonio, leyendo un tebeo, hacía oídos sordos.
—¡¡Julián!!, ven de una vez, que te llama la tía —gritó la madre.
El niño levantó la cabeza y fue al lado de las dos mujeres, un poco asustado.
—¿Por qué no atiendes, eh? —riñó la madre, disgustada. Antonio guardó silencio.
—¿Crees que soy tonta? —increpó Paula. Y preguntó directamente al pequeño—: ¿Cómo te llamas, hijo? 
—Julián —explicó la madre. Paula la fulminó de una mirada.
—Tú calla. ¿Cómo te llamas, niño? —insistió.
Antonio no sabía dónde meterse. Pasados unos segundos de zozobra, balbuceó con la mirada en el suelo:
—Toñito.
A la tía le dio uno de sus ataques, con los que tan oportunamente remataba cada uno de sus disgustos. Si no hubiera sido por Diego, que rondaba cerca, no se sabe cómo hubiera terminado aquello.
—Tranquila, "Doña Paula", el niño se llama Antonio, como su padre. Ya se van perdiendo esas viejas costumbres. —Y, dirigiéndose a la madre, reprochó moviendo la cabeza a uno y otro lado—: ¡A quién se le ocurre...!
—¡Tratar de engañarme a mí con la memoria de mi hermano, que Dios tenga en la Gloria! ¡Cómo te atreves, Candelaria! Para mí, has muerto. ¡Ay, Señor! Tráeme las pastillas, Diego, que me va a dar...
Diego trajo las pastillas y le hizo un guiño a Toñito, que estaba a punto de echarse a llorar.
—Habéis asustado al niño, haced el favor...

La cosa no fue a más pero las vacaciones quedaron definitivamente arruinadas. Cuando llegó el padre, Candelaria, sin darle explicación, decidió terminarlas en un pueblo de la costa.
—Como tú quieras, "Doña Candelaria" —asintió el marido.

(*) Café con muy poca leche.
 
 
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2014

 
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