20 de julio de 2014

84ª noche - Como los ángeles (Una historia de amor)


 "Su joven sirviente Silvestre Petroni, teniendo una voz lo bastante buena para el canto
 y deseando retenerla, suplica a Su Alteza Serena que lo haga posible,
por no disponer él mismo de los instrumentos necesarios".
Solicitud al Duque de Módena - 1687


Fray Alfredo subió jadeando la estrecha escalera y trotó por el pasillo hasta tocar una de las puertas, que abrió sin esperar respuesta. Fray Martín levantó la vista del libro que estaba leyendo. El otro, sofocado aún por el esfuerzo, soltó como si fuera su último aliento:
—Acaba de llegar un enviado de Roma. Espera en el refectorio... 
Fray Martín alzó las cejas, sorprendido por el inesperado aviso. Un enviado de Roma, ¿allí? Si por la abadía no pasaba ni el obispo... Se apresuró a calzarse y siguió a fray Alfredo a la planta baja.

La abadía de Lucedio era un edificio sobrio y medio ruinoso donde se refugiaba una pequeña congregación de frailes benedictinos. Lejos habían quedado los días en los que fue un importante centro de cultura y arte, con decenas de amanuenses y miniaturistas. Hasta la techumbre de la antigua biblioteca se había derrumbado después de que esa parte del edificio quedara en desuso por el traslado de los libros a la pujante abadía de Montecasino. La imprenta lo había cambiado todo. Fray Martín había sido nombrado abad poco antes, por la muerte de su predecesor tras más de treinta años en el cargo. Bastante joven todavía, era el único de los frailes que había recibido instrucción suficiente para ejercer esa función. Ya no quedaban allí más que artesanos y labradores. Y fray Lázaro, un hombre ilustrado pero ciego después de una extraña enfermedad, dos inviernos atrás.

La visita de un enviado de Roma era algo sin precedente y fray Martín se preguntaba el motivo con cierta inquietud. Por experiencia sabía que las noticias inesperadas solían ser malas noticias.
—¿De Roma lo envían? —Quiso asegurarse.
—Eso dice. Y parece una persona distinguida, de buenos ropajes y que se hace acompañar por dos sirvientes...
—¿Dijo qué lo trae por aquí?
—No, pero mostró un salvoconducto de los Estados Pontificios. Y el tercero de los hombres que lo acompañan es un oficial de la Guardia Suiza. 
A paso rápido, los dos frailes llegaron al refectorio donde el personaje esperaba. Fray Martín había imaginado que sería un clérigo y titubeó al encontrar a un caballero con lujosa indumentaria sentado a la mesa. El hombre no se levantó. Parecía sentirse en su propia casa.
—Sentaos, fray Martín, no os entretendré más de lo necesario.
El abad obedeció. 
—Vuestra merced dirá... ¿O se os debe otro tratamiento?
—Es cierto, disculpadme, no me he presentado. Soy Guillermo Gonzaga, duque de Mantua. Cuando estuve con Su Santidad hace unos días le prometí un pequeño favor; por eso estoy aquí.
Fray Martín no pudo contener su inquietud.
—¡Hablad de una vez! —Y tratando de suavizar la insolencia se apresuró a añadir—: Os lo ruego, por favor.
El duque se acarició la perilla y bajó la mirada, como quien trata de concentrarse para explicar algo complejo.
—Ha llegado a oídos de nuestro bienamado Paulo IV que en esta abadía vive un niño que fue encontrado, recién nacido, a la puerta del convento. ¿Es cierto?
—Así es. Lo bautizamos Vittorio. Tiene ya once años.
—Y también ha oído decir Su Santidad, que Dios guarde largos años, que ese niño canta. Y canta muy bien. Excepcionalmente bien. —El duque movió la mano en el aire, como quien dirige un coro. 
—Como los ángeles, señoría. Es cierto. 
—Entonces he de transmitiros un mensaje del Santo Padre: debo conducir a ese niño a Roma, para el coro de falsetistas que Su Santidad desea reformar. 
—¿Falsetistas?
—No exactamente... Dejad que os explique. El canto es, como sabéis, difícil y trabajoso de aprender. Lleva tiempo y necesita práctica. Y la naturaleza parece gastarnos una broma pesada: da a los niños bellas voces cuando no saben usarlas y al tiempo que por fin aprenden, entonces se las quita.
—Os referís al cambio de voz en la mocedad, supongo. No se pierde la voz, sólo cambia.
—¿Cambia...? —El duque parecía irritarse con el tema—. ¡Se destruye! Una voz hermosa, capaz de alcanzar la pureza de los más altos registros... —Se mostró más calmado—. Una voz de ángel, ¡paff! —Chasqueó los dedos. 
—Afortunadamente las muchachas no la cambian. Nuestras hermanas de San Juan Bautista tienen un coro delicioso.
Corintios, 14:34.
—¿Cómo decís? —Fray Martín no era un gran conocedor de los Evangelios.
Mulieres in ecclesiis taceant. Ya no hay mujeres en el coro del Vaticano, ni hombres casados. Su Santidad es un devoto de la pureza... lo ha prohibido. ¿Es que no estáis al tanto de los dictámenes de Roma?
—No siempre llegan a tiempo, señoría. Así que el Santo Padre requiere a nuestro pequeño Vittorio... Un gran honor para él pero ¿qué sucederá cuando en pocos años cambie la voz? Vos mismo acabáis de explicar el problema que eso supone.
—No la cambiará —aseguró Guillermo, eliminando una brizna que se le había metido bajo la uña. 
—¿No? —preguntó el abad, intrigado. 
—¿Nunca habéis oído hablar de los castrati? Cantoretti francesi los llaman en algunos lugares del norte. ¿No os suena?
Fray Martín nada sabía de cantoretti, pero sí conocía el significado de castrato. Así que esa era la pretensión del Papa, se dijo. Vittorio nunca había salido de los muros del convento más que para ir al mercado del pueblo y, en alguna boda o festividad, para cantar en la ceremonia con su bella voz. Fray Lázaro, en otro tiempo maestro de música, le dio clases de canto cuando descubrió las cualidades del pequeño. "¡Ah! —pensaba el abad—, en mala hora salió, pues sólo así han podido saber en Roma de sus méritos. Ahora quieren castrarlo, a requerimiento del mismo Paulo IV, y yo no puedo hacer nada". El gesto de fray Martín mostraba tal contrariedad que el duque creyó oportuno comentar los aspectos más positivos. 
—El interés del Papa es una buena noticia, un gran honor, como habéis dicho antes. La operación dura un segundo, y no molesta, pues una buena dosis de opio elimina cualquier dolor. Cuando el joven es de constitución delicada y no soporta el opio, un pequeño golpe en el cuello, aquí —señaló la carótida—, hace perder el sentido por unos momentos, es suficiente... La mayoría lo supera bien, no debéis preocuparos por eso. Sólo muere uno de cada diez, apenas nada.
—Comprendo. —Fray Martín se mordía los labios, sabiendo que cualquier cosa que dijera sólo podría perjudicar al muchacho y a él mismo. 
—Por otra parte, ¿de qué le sirven las glándulas? Al dejarlo a la puerta del convento, Vittorio ha sido entregado a la Iglesia. El celibato es su destino. No necesita su virilidad para servir a Dios, sino su voz. Como vos mismo tampoco la necesitáis, sino vuestra fe y obediencia. —Guillermo miró a fray Martín con aire de superioridad—. De seguir aquí no podría aspirar más que a aprender a leer y a escribir. Sin embargo, en Roma estos niños reciben una educación exquisita. En la escuela de canto, cada mañana practican durante cuatro horas, una de ellas en presencia del maestro. Otra, ante el espejo para aprender a cuidar la compostura. Y aún antes del almuerzo dedican otra hora al estudio literario. Por la tarde, teoría musical, escritura de contrapunto, dictado, y de nuevo estudio literario. Y todavía encuentran tiempo para componer música vocal. ¿No estáis admirado?
La indignación de fray Martín le impedía articular palabra. Guillermo, viendo que sus argumentos caían en saco roto y sin tener necesidad de convencer a nadie, se levantó y puso una mano sobre el hombro del abad.
—Mi querido abate, me hospedaré en el pueblo, que me ofrece mejor acomodo. Mañana tras el almuerzo volveré a por el niño. Tenedlo a punto. Y quedad con Dios.

Poco después, los tres frailes estaban reunidos en la estancia del abad. Este acababa de explicar el contenido de su entrevista con el extraño visitante. Fray Lázaro lloraba.
—Es mi culpa, jamás debí enseñarle canto. —Su voz se entrecortaba—. Mi pequeño Vittorio, mi pequeño ángel cantor...
—¡Quién podría haber previsto tal barbaridad! No te atormentes, Lázaro, no eres tú el culpable —señaló fray Martín—. Si fuera un capricho del duque, o incluso del obispo... Pero es el mismo Paulo IV quien lo ordena; no podemos hacer nada. ¡Oh, Dios! —Golpeó enérgicamente la mesa con el puño.
—Para él es algo nimio, sin ningún valor, pero no tolerará desobediencia. La voluntad de Roma es implacable. Pero ¡por Cristo juro que de no estar ciego no permitiría que esto sucediera! —clamó fray Lázaro. 
—Hermanos, cuidad, las paredes oyen... —Fray Alfredo se santiguó. Después llevó el dedo índice a los labios, pidiendo prudencia. 
—¿Qué harías, Lázaro, de no estar ciego? —susurró Martín con curiosidad.
—Sé de un lugar donde Vittorio podría esconderse por un tiempo. En el Vaticano olvidarán pronto el asunto.
—No estoy tan seguro de eso. De encontraros, ya sabes de qué os acusarían... 
—Vittorio ya corre el peor riesgo. ¡Maldita ceguera!
—¿Queda lejos ese lugar?
Lázaro hizo señas para que el otro se acercara. Lo palpó para reconocerlo y, llevando los labios al oído, le estuvo susurrando durante un buen rato. Al terminar, el abad ordenó a fray Alfredo:
—Trae a Vittorio en seguida. 
Al quedar solos, Lázaro preguntó:
—¿Qué piensas hacer? 
—No puedo entregar al chico. Yo llevaré a cabo tu plan. 
Cuando llegaron Alfredo y Vittorio, el abad explicó al muchacho que debían abandonar Lucedio por un asunto grave, aunque sin entrar en detalles. Y debían hacerlo ya. Después se dirigió a fray Alfredo:
—Atiende bien. Toma el mulo, carga en él dos mantas y un bolso con una camisa, un calzón, comida para varios días y una calabaza con agua. Procura que nadie vea lo que haces. Cuando todo esté listo, avísame.
El fraile fue a hacer el encargo. El pequeño estaba impresionado por la idea de tener que abandonar la abadía. No conocía nada más y lo asustaba lo que pudiera encontrar fuera de aquellos altos muros que, más que encerrarlo, sentía que lo protegían.
—Cántame algo de Cipriano da Rore, Vittorio —pidió fray Lázaro—. El Kirie, Gloria... lo que quieras.
El niño se aclaró la voz y comenzó a cantar:


Gloria in excelsis Deo
et in terra pax hominibus bonae voluntatis.
Laudamus te,
benedicimus te,
adoramus te,
glorificamus te,
gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam,
Dómine Deus, Rex cælestis,
Deus Pater omnipotens.
Ni los ángeles habrían podido igualarlo. Una sola voz que cubría todos los matices, resonaba en todas las notas, alcanzaba los registros más altos... El timbre y cadencia perfectos. Los dos hombres estaban emocionados. De pronto el canto de Vittorio se quebró:
—No quiero irme, maestro, por favor... —Corrió hasta Lázaro y lo abrazó con fuerza.
El fraile lo tomó de los hombros y lo separó dulcemente. Con dedos temblorosos le palpó la cara, los ojos, los labios, y un estremecimiento lo sacudió de pies a cabeza. Se esforzó en que su voz sonara enérgica:
—Quiero que lo prometas, que lo jures por lo más sagrado: no volverás a cantar una sola nota hasta el día en que cumplas quince años. ¡Dilo! Juro que...
—Juro que no volveré a cantar hasta que tenga quince años — terminó Vittorio—. ¿Por qué, maestro? Tú siempre querías que yo cantara...
—Eso no importa. —Lázaro se sintió aliviado—. Sabes que un juramento no se puede romper. Ahora te irás con fray Martín. Haz todo lo que él te diga, sin rechistar.
Cuando Alfredo avisó de que todo estaba preparado, el abad y el chiquillo fueron a la cuadra. Vittorio se ocultó entre las mantas enrolladas sobre el mulo para salir sin ser visto. Los dos monjes se dirigieron a pie a un lugar apartado, no lejos del monasterio. Allí Martín se despojó del hábito, se puso el calzón y la camisa, tomó la bolsa y, llevando una manta cada uno, él y Vittorio se alejaron a toda prisa en la dirección indicada por Lázaro. Mientras tanto, Alfredo buscó algo de leña y la cargó en el animal antes de volver a la abadía. Regresó al oscurecer, con naturalidad. 
—¿Es que no confías en los hermanos? —había preguntado a Martín antes de despedirse.
—Sólo cuido de su alma. Mejor será que, cuando digan que no saben nada, digan la verdad.
Al día siguiente Guillermo Gonzaga acudió a recoger a Vittorio. Fray Lázaro fue el encargado de darle la noticia:
—El pequeño se ha escapado. O quizá se ha escondido donde nadie lo encuentra.
El duque se puso furioso, amenazó con todo el peso de la autoridad del Papa y se fue muy airado, no sin antes advertir que volvería al cabo de un mes para recoger al niño cantor, y no valdrían excusas.
Por su parte, fray Martín llevó a Vittorio hasta el caserío del cuñado de Lázaro, un lugar perdido en las estribaciones de los Apeninos donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Un viaje que duró una semana. Allí se hicieron cargo del pequeño, a quien Martín presentó como Enrico, un huérfano sin familia, y el abad partió de regreso. Lázaro había dicho a los monjes que fray Martín había ido a visitar otro convento, así que nadie sospechó durante el tiempo que duró su ausencia. Fueron unos días extrañamente tensos, parecía que todos esperasen que sucediera algo sin saber qué. Lázaro y Alfredo participaban junto a los demás frailes en la farsa de buscar a Vittorio hasta en el último rincón.

Cuando regresó Martín, le contaron lo sucedido. 
—El duque volverá, dalo por seguro. De ser tú, yo no me quedaría aquí —aconsejó Lázaro. 
—¿Dónde podría ir? ¿Con tu cuñado también? —bromeó el abad con sarcasmo.
—Debes alejarte de la influencia de Roma. Podrías ir a Alemania, o a Inglaterra... La Reforma y la excomunión del rey inglés le han cerrado esos territorios. Múnich podría ser buen sitio...
—¡Bah!, creo que no volveremos a ver a ese duque petulante. Ya se habrá olvidado de nosotros.
Lázaro agarró con fuerza el brazo de Martín.
—Es un riesgo que no debes correr. Tú eres el único que podría guiarles hasta el muchacho. No confíes en tu suerte, es mejor que te vayas. 
Mientras tanto el duque había vuelto a Roma, donde se reunió con monseñor D´Este, mecenas del Coro Sixtino, que era quien tenía verdadero interés en conseguir castrati. D´Este ejercía una gran influencia sobre Paulo IV, ascendente que utilizó para persuadirlo de que el caso Lucedio, como él lo llamaba, era la manifestación de algo satánico. Y, lo que era aún más grave según las obsesiones del Pontífice, incluía aberraciones sexuales. Así que, con el beneplácito de Su Santidad, D´Este envió de nuevo al duque a Lucedio, en esta ocasión acompañado por dos dominicos del Santo Oficio con instrucciones muy precisas. 
Cuando Guillermo comprobó que el muchacho seguía sin aparecer y que el abad tampoco había regresado —"Ha tenido que ir a visitar a un familiar gravemente enfermo", fue la excusa que recibió— se retiró para que los inquisidores hicieran su trabajo. Estaba seguro de que los monjes mentían. 

   Los dominicos se instalaron en la cuadra, sobre jergones, tanto por hacer ostentación de su austeridad como por mantenerse apartados de los demás monjes, no fuera que el trato cotidiano debilitase su determinación. Durante unos días husmearon por todas partes, sin hacer preguntas. Revisaron los pocos libros que allí quedaban, las celdas de los frailes, la capilla... También se acercaron al pueblo y allí sí preguntaron. Todo el mundo conocía y admiraba a Vittorio, el niño cantor. Y a fray Lázaro, su maestro y constante compañero. No les costó conseguir quien cazara al vuelo sus insinuaciones y afirmase que entre ambos parecía haber algo más que la relación de un joven alumno con su maestro. Insistiendo con unos y con otros, al final del día ya había quien juraba haberlos visto en actitudes obscenas y en varios lugares a la vez. Y una muchacha aseguraba haber sido poseída tres noches consecutivas por el espíritu del abad en diversas posturas. 
Entonces los inquisidores interrogaron  a fray Lázaro. 
—¿Cuántas veces abusaste del niño?
—No abusé.
—¿Qué le hacías?
—Le enseñaba a cantar...
—¡¡Mientes!! —Y vuelta a empezar.
Lázaro sabía que aquello no tendría fin, hasta que consiguieran lo que querían. 
—¿Dónde está el abad?
—Con un familiar.
—¿Dónde vive ese familiar?
—No lo dijo.
—¿Dónde está el niño?
—No lo sé, se escapó.
—¿Cuántas veces abusaste de él?...
Al tercer día de interrogatorio, Giuglio, el más joven de los dos dominicos, intentó negociar.
—Hermano Lázaro, estás ciego y eso mueve a compasión. Acepta tus errores, reconoce tus mentiras y salvarás lo más importante, que es el alma. Y puede que también salves la vida, si rectificas a tiempo. Tienes en tu celda algunos libros prohibidos...
—¿Libros prohibidos? No sabía que existiera tal cosa. Además, tú mismo lo has dicho: estoy ciego, ¿de qué me sirve un libro?
—¿Podría ser para que alguien te lo lea? —sugirió Giuglio con irónica ingenuidad—. En Roma se está elaborando un Índice de Libros Prohibidos, ¿no lo sabías? Pero, dime: ¿cuántas veces abusaste del niño? —preguntó con una suavidad desacostumbrada.
—No lo recuerdo. Muchas... —contestó Lázaro, abatido. Ya quería acabar con aquel juego.
—¿Qué le hacías?
—Caricias, besos... Nos bañábamos juntos.
—¿En qué lugar lo escondes?
—Se escapó. No sé dónde está. —La voz de Lázaro se hizo firme. 
—Si mientes, no te librarás —amenazó Giuglio.
—No sé dónde está.

Lázaro Orsatti fue entregado a la justicia civil y ejecutado en la hoguera dos meses después, sin desvelar el paradero de Vittorio.

©Fernando Hidalgo Cutillas 2014
 
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