22 de diciembre de 2013

77ª noche - Yaso


 
Decidí no volver a la petanca, ya estaba harto. Tanta banderita y tanto politiqueo. Además, me aburría muchísimo. No sólo las broncas, estupideces y discusiones, también el jueguecito, insulso como él solo. Acabé, como tantos otros jubilados, mirando a los albañiles trabajar en las obras. Ahora hay pocas, por la crisis, pero alguna queda. Ya no se ven tantos moros como antes, diría que casi todos son del país. Y más bien jóvenes.
Cuando la mujer abría la ventana del comedor era la hora de salir a la calle. Ni yo sé estar en casa mientras ella hace sus cosas ni ella se siente bien si yo estoy allí. Los seis o siete euros que solía llevar en el bolsillo dan para poco, así que paseaba, que es gratis. La verdad es que no sabía qué hacer. Y miraba las obras. Ahora avanzan muy rápido, donde hace dos meses sólo había un solar vi días atrás una estructura que ya iba por el cuarto piso. Mucha maquinaria, muchas piezas prefabricadas. Y menos albañiles que antes. Me quedé un rato observando la pericia del gruista y, al irme, me fijé en un perro que daba vueltas a mi alrededor. Parecía un perro vagabundo, de aspecto deslustrado, sin collar y más flaco que un galgo. Se me acercó con su cara de payaso triste, olfateó mis zapatos y se quedó mirándome, como si esperara algo de mí. Me conmovió y le rasqué entre las orejas. Busqué en mis bolsillos una galleta, que él devoró en un instante.
De regreso a casa, el perro me siguió. Al principio, a distancia; después muy de cerca, incluso adelantándome. Iba y venía, hurgaba allí, olisqueaba allá, y parecía que volviera para contarme lo que iba descubriendo. Ya no tenía el aire tristón del principio, hasta se le veía feliz. Como si el hambre y la falta de todo lo necesario no fueran importantes y le bastara la compañía de un ser humano. En uno de sus retornos volví a acariciarlo y le hablé: "¿Cómo te llamas, eh? ¿Cómo te llamas? ¿O es que nadie te ha puesto nombre todavía?". Le rascaba las orejas, le palmeaba el lomo y el perro se volvía loco de contento, revolcándose en el suelo y correteando para volver jadeante a mi lado.
Al pasar frente a un supermercado entré a comprarle un paquete de galletas y en el resto del camino se las fui dando una a una hasta que las terminó. Cuando llegamos a la puerta del edificio donde yo vivía me agaché y le dije sonriendo: "Que tengas suerte, amigo, yo vivo aquí. Ha sido un placer conocerte", y le estreché la mano cogiendo una de sus patas delanteras. Al traspasar el portal no hizo intención de seguirme. Se quedó mirándome con los ojos de nuevo tristes y brillantes mientras yo desaparecía escalera arriba.
"Ya estás manchando el piso" fue el saludo de la mujer. Y era verdad; a pesar de que había frotado las suelas en el felpudo, mis huellas iban quedando marcadas sobre las inmaculadas baldosas. Me quedé inmóvil, sin saber por dónde tirar. Ella trajo la bayeta: "Anda, límpiate bien y pasa a la galería. Ahora te llevo las zapatillas". Obedecí y me dediqué a limpiar la jaula del jilguero hasta la hora de comer.
La televisión es igual que la petanca: un nido de consignas, de broncas y una cosa insulsa. No todo, depende de la emisora, pero sí la mayoría. Yo prefiero ver documentales interesantes o buenas películas pero a la mujer le ha dado por esos programitas de cotilleo que se me hacen insufribles. Ella se acalora: "Será la tía asquerosa... ¡Pues no se acostó ella antes con el otro!". Yo desconectaba, me entraba modorra y solía echar una siesta, aunque a veces soñaba con fulanos y fulanas de mal vivir, supongo que por la influencia de lo que llegaba a mis oídos. Cuando me despertaba, ella dormía también y todo estaba en silencio. Así pasábamos la tarde.
 
Al día siguiente salí a dar mi acostumbrado paseo. ¿Qué habría sido del perro?, era la pregunta que me rondaba la cabeza. Tenía la esperanza de encontrarlo frente al portal, pero no fue así. Aunque era lo mejor; yo no podía hacerme cargo y sería cruel para el animal alimentar falsas esperanzas. Cuando giré la esquina mis remilgos se fueron al traste: el perro estaba allí, corrió a mi encuentro y me puso sobre el pecho sus patas manchadas. Lo abracé, eufórico como si hubiera reencontrado a un viejo amigo. Pasamos juntos toda la mañana, fuimos hasta la playa, en esa época casi desierta. Él era buen nadador, me remangué el pantalón y entré en el agua hasta las rodillas. Cuando me parecía que se alejaba demasiado le gritaba: "¡Yaso!, ven aquí" —así había empezado a llamarlo— y venía inmediatamente, mordisqueando las olas. De camino a casa compré en una pollería un buen paquete de despojos que el perro engulló como si no hubiera comido en su vida. Después volvimos a despedirnos, igual que el día anterior.
"¡Vas lleno de arena!, ¿dónde has estado?", fue el saludo de la mujer. "Se me ocurrió acercarme a la playa...", justifiqué. "Si hasta traes mojados los pantalones... Esto no me lo hagas más, que bastante tiene una..." y siguió abroncándome un buen rato hasta que fui a limpiar la jaula del jilguero. La comprendí. Para ella la casa lo es todo. Ni una mota de polvo, ni una brizna en el suelo, todo en orden y en su sitio, cada tapete, cada figurita, cada florecilla de ésas que venden los chinos, cada espejo... Ella cree que es importante, que necesitamos que la casa esté así. No se da cuenta del modo en que todo eso me asfixiaba.
 
Pasaban los días y Yaso me esperaba cada mañana, no junto al portal sino al volver la esquina, parecía que percibiera de algún modo que no debía acercarse a la casa. Es un perro muy despabilado, como todo el que ha pasado hambre. Me encariñé con él desde el primer día y pasadas dos semanas el perro se volvió el centro de mi vida. Ya no hacía siesta sino que bajaba también por las tardes a dar paseos con él, que cada vez eran más largos. Y le contaba mis cosas.
Llegó un momento en que la mujer se mosqueó. Ayer, al regresar a la hora de la cena me dijo: "Oye, tú me escondes algo. Estás raro. ¿No tendrás algún asunto por ahí...?". "Que ya no tengo edad para eso, mujer, ¡cómo se te ocurre! Ves demasiada televisión". Ella no dio su brazo a torcer: "Ah, hay mucha loba que sólo mira lo que puede sacar, y tú eres tan tonto... Aunque ya habría que tener ganas, ya, porque...", y me miraba con cara de asco, de pensar "pero ¿a quién le vas a gustar tú?".
Esa mirada fue para mí un aguijón. De pronto me vi allí, como un payaso triste, frente a una mujer a la que apenas reconocía, tan enjaulado como el jilguero y con una vida vacía a la que aún le quedaban algunos años por delante... Esa era la cruda verdad y nada más importaba. Fui al dormitorio, metí lo indispensable en una bolsa y bajé a la calle a encontrarme con mi amigo.

©Fernando Hidalgo Cutillas 2013

 
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8 de noviembre de 2013

75ª noche - El estudiante de Leyes

 


Miguel sentía una gran vocación por estudiar Leyes pero le costaba aprender y sólo a base de mucho esfuerzo logró ser admitido en la Universidad de Alcalá de Henares. A medida que pasaban los meses notaba que se iba quedando atrás y el temor a que el sacrificio de su familia resultara inútil lo preocupaba día y noche, lo que no hacía más que perjudicar los resultados.
Sentado en el claustro repasaba uno de sus libros cuando, en un momento de desesperación, clamó: "Daría mi alma al diablo por conseguir buenas calificaciones". Un compañero que estaba cerca lo miró con reproche.
—Cuida lo que dices, amigo, que ésta es tierra de inquisidores y por menos de eso he visto dar a algunos el paseo con capirote.
Miguel bajó la cabeza y siguió con lo suyo.
Cuando salió, camino de la casa donde se alojaba, un hombre alto y delgado, vestido con un largo gabán negro se acercó a él.
—He oído que deseas hacer un negocio... —dijo con voz melosa—. Yo podría estar interesado.
Miguel, que no recordaba su imprecación, quedó desorientado.
—Podría convertirte en el mejor estudiante —añadió el hombre del gabán.
—¿Entonces sois...?
—Mefistófeles, para servirte. —Acompañó el anuncio con una ligera venia.
—¿Y cuál sería el precio?
—Tú mismo lo has puesto. Es lo único que tiene interés para mí. Firmarás un documento por el que me entregarás tu alma y a partir de ese instante todo cuanto leas quedará en tu memoria, claro y sencillo. Te bastará una mirada para hacer el trabajo que para otros ocupa semanas.
Miguel era ambicioso y estaba muy apurado por el temido fracaso en la Universidad, así que tomó interés en el asunto.
—¿Puedo ver el documento?
Mefistófeles sacó un viejo pergamino de entre los pliegues de su ropa. Escrito en letras góticas que parecían trazadas con carbón, decía:
 
M.C.S. vecino y estudiante de la Villa de Alcalá de Henares, recibirá el don de la sabiduría tras firmar este documento repitiendo por tres veces la fórmula correspondiente al pie de esta nota, de su puño y letra, con lo que su alma pasará a ser de Nuestra Propiedad desde ese instante.
 
Después de leerlo, Miguel preguntó:
—¿Cómo sé que, una vez conseguida mi alma, no desharás el don concedido?
—Puedo darlos, mas no retirarlos, querido amigo. Del mismo modo, tú no podrás echarte atrás, una vez que hayas suscrito el compromiso. Así funciona esto...
—Con sangre, supongo...
—Oh, no, eso son tonterías que inventan los curas. Tinta negra y una buena pluma de ganso serán bastante.
—¡Sea, pues!
Mefistófeles se frotó las manos al estilo de los comerciantes judíos y se aprestó a buscar un sitio donde pudieran apoyarse.
—Allí, en el pretil del pozo. —Señaló.
Aparecieron pluma y tintero como por arte de magia. Miguel los tomó y se dispuso a escribir.
—¿Qué debo poner?
—Es muy sencillo, utilizaremos la fórmula breve para no entretenerte. Sólo "Toma mi alma". Has de repetirlo tres veces, tal como dice el contrato.
Miguel escribió tres veces lo indicado, debajo del texto diabólico. Mefistófeles se apresuró a recoger el documento en cuanto terminó.
—¿Y bien...? —preguntó Miguel.
El otro tocó la cabeza del muchacho con el extremo de la pluma.
—Ya está. —El diablo sonreía, encantado por tener un nuevo siervo—. Abre el libro y lee —ordenó.
Miguel lo abrió al azar y quedó asombrado. Todo era sencillo, claro, el conocimiento entraba en él con sólo pasar la vista por lo escrito. Leyó un buen rato, después alzó la mirada y exclamó:
—Es cierto, podría repetir todo lo que he leído, palabra por palabra; y no sólo repetirlo, sino comprenderlo y llegar hasta las últimas implicaciones de cada una de las ideas... Es magnífico.
—Ya te lo dije —presumió Mefistófeles—. Yo también ardo en deseos de estrenar mi nueva adquisición. Esta noche te quiero aquí, a las doce en punto. Tengo trabajo para ti.
—No estaré, señor Mefistófeles, porque nada os debo. Ese contrato no tiene valor —replicó Miguel.
—¡Cómo te atreves! Ni se te ocurra intentar engañarme, las consecuencias serían terribles para ti. Este contrato te obliga...
—Querido Mefistófeles —interrumpió Miguel con mucha calma—, el contrato no me obliga, puesto que no se cumplen las cláusulas. Ahí dice que yo debía repetir tres veces la fórmula que me dictasteis, y sólo la repetí dos.
El diablo, incrédulo, rebuscó el papel ansiosamente en sus bolsillos. Tras encontrarlo, lo esgrimió ante los ojos de Miguel.
—Nada de eso, por tres veces lo has escrito, ¡tres! ¿Me has tomado por iluso?
Y, en efecto, tres eran las líneas de la firma.
—Yo lo escribí tres veces, mas sólo lo repetí dos, pues la primera no es repetición sino original, ¿no lo entendéis, Mefisto? Y el pacto lo dice claramente: "repitiendo por tres veces". Vuestro contrato es papel mojado, amigo diablo, así que largaos ya al infierno con las manos vacías, porque nada conseguiréis de mí.
Mefistófeles se desvaneció en una llamarada y un fuerte olor a cuerno quemado quedó en el aire. Miguel abrió el libro y, sin dejar de leer, siguió su camino. Aquel mismo año se graduó.
 
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013

 
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12 de junio de 2013

74ª noche - La muela del muerto

      Mientras mi madre arreglaba la tumba del abuelo me puse a jugar con las piedrecillas del camino. Encontré una de forma extraña y se la enseñé. Con asco, me sacudió la mano. "¡Tira eso, es la muela de un muerto!; corre a lavarte las manos", me dijo.

      Yo no entendí cómo podía la muela de un muerto estar por allí tirada, pero pensé que, si había muelas, podría haber algo más, y seguí buscando por los alrededores, disimulando bajo la severa advertencia de mamá: No toques nada del suelo. A pocos pasos, medio enterrada en la gravilla, encontré una medalla del tamaño de un euro. Era amarilla y, aunque estaba un poco sucia, brillaba. ¡Oro!, me dije. Con la excitación, olvidé la orden de mi madre, la tomé en la mano y corrí hacia ella.
      Mira, mamá... Al momento me arrepentí, la había desobedecido y eso siempre trae problemas. A ver..., dijo acercándose.
      "La medalla de un muerto", expliqué temeroso, mostrándola. "No, hijo, no. Los muertos no tienen medallas". La cogió y la guardó en su bolso.
      Como yo no entendía, pregunté: ¿Cómo sabes que la muela es de un muerto y la medalla no, mamá?
      Me miró como si yo fuera tonto. Iba a decirme algo pero debió de cambiar de idea porque volvió a pasar la esponja por la lápida del abuelo, en silencio. Yo seguí jugando con las piedrecillas y ya no me dijo nada hasta que nos fuimos.
 


 
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11 de febrero de 2013

73ª noche - En voz alta

EN VOZ ALTA


De diez líneas que escribo, dejo siete;
de cada seis palabras, cuatro y media.
Que en esto de escribir, drama o comedia,
tanto vale la pluma que el machete.

Conviene releer lo ya leído,
y no quedarse corto en el tachado
no nos vaya a pasar como a Machado
con lo de "nadie sabe cómo ha sido".

Texto sin repasar, tiempo perdido.
Y en el repaso, siempre la tijera;
que todo lo que sobra vaya fuera.

Y el tema de las comas, pan comido.
Cuando creas que no queda una falta,
sabrás ponerlas leyéndolo en voz alta.








 
 
(c) Fernando Hidalgo Cutillas Barcelona 2013

 
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