24 de junio de 2011

39ª noche - Viernes

—Estás tomando ojeriza a los jóvenes, ¿verdad? Siempre acabas metiéndote con ellos. Se nota que te haces viejo... —me ha reprochado Elisa, tras uno de mis habituales comentarios mientras veíamos televisión.
—En absoluto —repliqué—. No tienen ellos culpa. Es la educación y el ejemplo que se les da. Si me quejo es porque me parece increíble que no se dé cuenta todo el mundo. Aunque creo que ya no tiene arreglo...
—Los jóvenes son jóvenes —resolvió con desparpajo—. Siempre ha sido igual, ¿no recuerdas lo que decían los mayores de nosotros? ¿Y les hacíamos caso?




Raúl siempre fue un niño difícil. En el colegio, con los amigos, en el gimnasio, en todas partes tuvo problemas. María, su madre, pensaba que no eran ni más ni menos que los problemas que tenían todas las madres del mundo con sus hijos, criados en un entorno cada vez menos propicio para una buena educación, de la de antes. Una pelea en la que alguien resultó con un ojo amoratado, insultos a algún profesor, las tareas siempre pendientes de presentar, las malas calificaciones por norma... Travesuras corrientes, decía ella. La muerte del padre cuando Raúl contaba nueve años obligó a María a dedicar más horas a su trabajo; el niño pasaba mucho tiempo solo y la relación entre ambos se distanció.
 
Vicente, el hijo mayor, era fruto de su primer matrimonio. Medio hermano de Raúl y separados por catorce años de diferencia, nunca sintieron apego el uno por el otro. El mayor había sido un muchacho aplicado que parecía tener muy claros sus objetivos en la vida. Aunque apoyó a María en el divorcio y condenaba el maltrato continuo del que su madre había sido objeto, no le agradó que contrajera nuevo matrimonio; algo visceral, pues comprendía que ella intentase rehacer su vida. Pronto le pareció que él estaba allí de más, ya era demasiado mayor para aceptar a un desconocido como padre; se sintió extraño, ajeno, y decidió marcharse. Al cumplir los dieciocho años se alistó en el ejército profesional. María lloró y le suplicó que se quedara, pero los argumentos del joven prevalecieron, pues eran poderosos y bien meditados. El pequeño Raúl estuvo eufórico porque su habitación y la casa en general quedaran sólo para él.
 
Tras la muerte de su segundo marido, María se sintió completamente sola. Los diez años de su segunda relación habían pasado como un soplo. Ella seguía siendo relativamente joven pero ni por un momento pasó por su cabeza que  podría tener otra oportunidad. Vicente aún le dolía y no quería que Raúl siguiera sus pasos. Su segundo marido no había sido un mal hombre, pero cuando pensaba en él sólo venían a su cabeza calcetines, lavadoras, pucheros y el sobre a fin de mes con el salario. A sus cuarenta y siete años y con un hijo que entraba en la adolescencia no debía hacerse ilusiones. Y no las hizo.
 
María recordaba perfectamente el día en que todo cambió. Faltaban pocos meses para que Raúl cumpliese catorce años. Ella volvió del trabajo, tarde, como siempre, pero esta vez el niño no estaba en casa. Esperó hasta la madrugada, sin saber qué hacer. Se decidió por fin a llamar a la policía. Tomaron nota, intentaron tranquilizarla: «Ya verá como sólo es una travesura, no se preocupe... Pero cuando vuelva ponga remedio, eso sí. Y avísenos».

Raúl volvió cuando el día empezaba a clarear. Él no estaba normal, María no sabía qué era pero había algo muy raro en su actitud y en su mirada. Debatiéndose entre el alivio y la indignación, lo recibió con dureza:

—¡¿De dónde vienes a estas horas?! ¿Qué has estado haciendo? —exclamó a gritos, perdidos los nervios.

—Vete a la mierda, vieja. —Fue todo lo que contestó su hijo, camino del dormitorio, sin apenas mirarla. Algo se rompió ese día para siempre.
 
Desde aquel viernes María tenía la sensación de vivir con un extraño. Un extraño peligroso, un enemigo cruel bajo su mismo techo, al que alimentaba y cuidaba, pues era su hijo. No hablaban más que lo imprescindible, normalmente insultos y exigencias del joven cuando algo no estaba a su gusto o necesitaba dinero. Se hicieron corrientes las ausencias en la escuela, las llamadas del director, las citas con el psicólogo a las que Raúl nunca acudía... Hasta la primera vez que la llamó la policía: tenían a su hijo retenido en el cuartelillo.
 
Pasado el disgusto inicial, María creyó que la intervención de la policía y los jueces podría enderezar la situación. Pero pronto se dio cuenta de que tampoco ellos arreglarían nada. Cada vez que su hijo ingresaba en algún centro salía más pervertido y aumentaban sus deseos de venganza. Los psicólogos y psiquiatras coincidían en que no era un enfermo, no era una persona incapaz de distinguir el bien del mal; su problema era un trastorno de la personalidad con rasgos psicopáticos. En otras palabras, un antisocial, un egoísta acérrimo, una mala persona como muchas de las que ocupan las cárceles de todas partes, pero perfectamente responsable de sus actos.
 
Pasaron los años y ya perdió la cuenta de las veces que Raúl había entrado y salido de la cárcel, por drogas, por robos, por violencia… La mala vida que llevaban pasó factura pronto. A sus treinta y nueve años, su hijo parecía un viejo prematuro. Y ella se sentía como una muerta en vida.

Raúl ya no servía para nada, ni siquiera para robar o trapichear con cualquier cosa. Había conseguido una invalidez, pasaba la mitad del tiempo en el Centro de Salud y la otra mitad dormido, o fumando frente al televisor, con alguna botella siempre cerca. Cobraba una pequeña pensión, que le duraba tres días. Fundía sus cuatrocientos euros recién cobrados en un par de juergas, de las que regresaba destruido, física y psíquicamente. Después echaba mano a la paga de María, que debía hacer milagros para cubrir las facturas y alcanzar a poner un plato en la mesa a finales de mes. ¡Pobre de ella si no le llevaba los dos paquetes de tabaco que Raúl exigía diariamente! La insultaba, la golpeaba, destrozaba el dormitorio hasta encontrar el dinero. Y lo mismo los viernes, casi todos los viernes, si no le daba los cincuenta euros que él exigía para «dar una vuelta». Pero a veces la buena mujer no tenía nada que dar. Entonces Raúl enloquecía, la sacaba de la casa a golpes y empujones, ¡No vuelvas sin el dinero o te mato!, amenazaba. María era consciente de que sólo el Tranxilium 50 había evitado hasta ese momento una desgracia mayor. «Dele tanto como necesite para estar tranquilo», había aconsejado el médico. Y Raúl lo tomaba de buen grado, pues tampoco él se aguantaba a sí mismo. Pero los viernes no, ese día de la semana él tenía otros planes…
 
Hoy es viernes; María puso sobre la mesa el bote de Tranxilium con la esperanza de que Raúl lo tomase. Pero él, como todos los viernes, no lo tocó. Después de comer se echó en el sofá, con su tabaco, su botella de vino y Tele5 a mano. Estuvo hablando solo un buen rato. Más tarde lo oyó roncar. María lo mira, dormido, y lo ve aún como al niño que una vez amamantó entre sonrisas. Cuando despierta, ya ha anochecido. La mujer sabe lo que va a pasar, y no hay dinero. Un agotamiento insuperable se apodera de ella. Elige anticiparse a los hechos. Cuando él está distraído, coge el abrigo y sale a la calle. Pasará la noche en un banco, como tantas otras. Raúl tendrá que conformarse hoy con la botella de vino que dejó en la mesa, el tabaco, Tele5 y algún video porno de los que pone ante ella, sin reparo. Hace tiempo que María ya no llora; se agotaron sus lágrimas. Pero esta noche un dolor intenso le fluye por todas sus venas y escapa como un torrente por sus ojos, en silencio. En el bolsillo de su abrigo lleva dos frascos de Tranxilium 50: uno, vacío; en el otro aún quedan algunas cápsulas. Suficientes.

 ©Fernando Hidalgo Cutillas - 2011


 



 
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21 de junio de 2011

38ª noche - Aforismo apócrifo

"Cuando la gallina abandona el gallinero puede sentir, al principio, algo de vértigo e inseguridad, pero al menos no le tocan más los huevos".

William Desespehare



Aforismo apócrifo © Fernando Hidalgo Cutillas

37ª noche - Loca

—Pero ¿está loca?
—No, Arora es así.


20 de junio de 2011

36ª noche - El juego de rol

—¡Madre mía!, si ese pobre hombre levantara la cabeza no podría creer que su asesino ande suelto y protegido por el Estado. Creo que volvería a morirse, de humillación.
Yo tenía el estómago revuelto y, como hubiese dicho una barbaridad, preferí seguir callado. Elisa insistió:
—¡Es increíble! Pero ¡¿en manos de quiénes estamos?!

En memoria de Carlos Moreno Fernández




La música cesó por un momento para dejar paso a una sonería westminster que anunció las cuatro de la madrugada. Inmediatamente, las notas de Last dance, de Donna Summer, irrumpieron en la pequeña sala de baile. Era el ritual de cierre de todos los días, la señal de salida para una ceremonia que se repetía cada noche: unas pocas parejas saltaron a la pista, como enloquecidas por apurar hasta el último minuto, los camareros se lanzaron a recoger los vasos esparcidos por todas partes, la mayoría de clientes se dirigió hacia la puerta y los dos guardias de seguridad comenzaron su última ronda. Encendí un cigarrillo, a pesar de la prohibición; ya iban a echarnos, de todos modos... Los guardias no se molestaron en decirme nada; sabían que después de encenderlo pagaría la cuenta y saldría a la calle; era una rutina.
El aire fresco de la noche despejó mis ideas, que desde hacía rato flotaban en los cinco o seis cubalibres que había tomado. Hasta poco antes yo solía beber whisky, pero prefiero no mezclarlo con refrescos y solo, lo bebo demasiado rápido. Por otra parte, aunque jamás tomo café, me agrada la lucidez que produce la cafeína. ¿O será el alcohol? Sí, seguramente es el alcohol y la cafeína solo evita el sueño.
Regresar a casa caminando, sin prisa, es el mejor momento. Cuando era joven la noche me sabía a poco, siempre buscaba algún bar que cerrase más tarde o que abriera muy temprano. No sabía decir ¡basta! Pero ya aprendí a frenar en el punto exacto, ni más ni menos. El punto en el que mi cerebro se convierte en un caleidoscopio de pensamientos y sensaciones.
Paseando, llegué al parque frente a la estación de autobuses, a esas horas cerrada. Durante el día era un lugar muy concurrido. El recinto infantil solía estar repleto de pequeños, vigilados de cerca por sus madres. Los senderos se convertían en pistas de atletismo para personas de todas las edades, aunque era más fácil ver a los mayores acomodados en los largos bancos de madera, tomando el sol y leyendo la prensa. Por la noche el lugar quedaba desierto, poco iluminado y adquiría un aire que cualquiera hubiese podido encontrar siniestro. Eran esos los momentos en los que el parque me parecía acogedor e interesante.
Después de atravesar la plazoleta que da acceso desde la calle principal, entré en la zona arbolada, donde sólo la luz mortecina de alguna farola de tanto en tanto permitía ver dónde pisaba. Ese recorrido, además de resultar agradable, acortaba el camino en unos diez minutos. Para ser un parque urbano era bastante grande y en su núcleo más agreste se tenía la sensación de estar en medio de la naturaleza. Quienes conocen esta costumbre no dejan de desaconsejármela. Que es un sitio solitario y peligroso, dicen. Me parece absurdo: si es solitario, ¿cómo podría ser peligroso? Los malvados no van donde no hay nadie. Es sólo un lugar tranquilo, en el centro de la ciudad.

Llevaba un rato avanzando por el sendero cuando un ruido cercano me puso en alerta. Quizá el crujido de una rama seca bajo el peso de algún animal, o movida por la brisa. Aunque había decenas de explicaciones posibles, presentí algo anormal. Paré unos instantes a escuchar con atención pero solo percibí el silencio alrededor y el lejano rumor de los vehículos que circulaban por las calles periféricas al parque. Estaba a punto de seguir andando cuando una voz me sobresaltó:
—Señor, ¿le pasa algo? No se asuste —dijo alguien desde la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? Venga donde pueda verle... —Yo estaba desconcertado.
—Ahora salgo, señor. Aguarde...
Muy despacio, una silueta avanzó desde la profundidad del bosquecillo. Cuando pude observarlo mejor vi que se trataba de un joven de unos veinte años con aspecto enclenque y desarrapado. Con paso inseguro se fue acercando mientras hablaba:
—Por aquí pasa muy poca gente a estas horas, usted es la primera persona que veo en toda la noche...
—¿Qué haces aquí, solo? —pregunté.
—Bueno, en realidad no tiene... —Un teléfono móvil empezó a sonar—. Disculpe, señor, he de responder... ¿Sí?... Sí, ya lo tengo, pensaba que sería inútil pero al final ha habido suerte... Vale, seguimos el plan. Tú, ¿qué tal?... Bien.... Bien.... Dentro de una hora, okey... Lo siento, señor, era un amigo —añadió, sonriendo de un modo estúpido—. ¿Decía...?
—Que es extraño que estés aquí solo, a estas horas —expliqué con impaciencia.
—Ah, sí. No tiene importancia. Es solo un juego. Un juego en el parque, no hay nada más normal. —Lanzó una carcajada por su ocurrencia. A aquel joven le faltaba algún tornillo, pensé.
—¿A qué juegas? —indagué, aunque poco me importaba.
—¿Sabe lo que es un juego de rol? A eso juego, señor.
—¿Y en qué consiste ese juego?
—Dentro de una hora he de reunirme con otros cuatro jugadores. Cada uno tiene que llevar algo elegido al azar…
—¿Y qué tienes que llevar tú?
—Veo que le gusta hacer preguntas, señor, eso está bien. He de llevar un dedo. Concretamente el dedo pulgar de una mano derecha.
Se quedó mirándome con ojos vidriosos. Aquel chico no estaba en sus cabales, seguro que se encontraba bajo los efectos de algún alucinógeno. Aunque no era más que un chalado, la situación no dejó de inquietarme. De pronto el muchacho sacó del cinto un cuchillo de grandes dimensiones y empezó a hurgarse las uñas con él, distraídamente.
—Mira, chico, no quiero hacerte daño... —Yo era mucho más robusto que él.
—Oh no, señor, no tiene nada que temer del cuchillo —Y soltó otra de sus risitas —. Es la pistola lo que debe preocuparle…
Del bolsillo de su chaqueta sacó uno de esos juguetes de plástico que disparan agua. Ya no tuve duda de que se trataba de un pirado. Estaba a punto de seguir mi camino cuando apretó el artilugio y un chorro de líquido empapó la parte superior de mi camisa. No era agua; un penetrante olor me sofocó casi al instante. Contuve la respiración todo lo posible, mientras el joven se acercaba con el cuchillo en la mano. Por unos segundos me vi perdido; ya no podía aguantar más y aquellos vapores me asfixiaban cuando, de súbito, empezó a soplar un fuerte viento que trajo aire fresco a mis pulmones, apartando las emanaciones que aún desprendía la camisa. Aspiré hondo varias veces. El muchacho, sin darse cuenta de mi recuperación, seguía acercándose a lo que él creía una presa segura. Pero en un instante me arranqué la camisa, giré hacia él y reuní fuerzas para lanzar un tremendo puntapié entre sus piernas.
Cayó al suelo sin un gemido, retorciéndose de dolor. De otra patada aparté el cuchillo de su mano. Sentí alivio; solo quería volver a casa, tomar una ducha y dormir. Ya había caminado unos metros alejándome del lugar cuando, rotundas como un rayo, unas palabras retumbaron en mis oídos:


Quien es misericordioso con el hombre cruel es cruel con el hombre misericordioso.

Arrastrándose alrededor, aparecieron decenas de hombres, mujeres y niños mutilados y lívidos como espectros, que extendían sus brazos en dirección a mí rogando lastimosamente: «Sálvanos, sálvanos...». Cerré los ojos unos segundos y la visión desapareció. Volví al lugar, recogí el cuchillo que había quedado en el suelo y atravesé con él la garganta de aquel monstruo. Después, sentado en el suelo, intenté fumar un cigarrillo que los pulmones, aún irritados por el efecto del gas, rechazaron. Juzgué una ironía que después de tanto tiempo buscando a Dios, hubiese encontrado al Diablo. O quizá a los dos a la vez. Pasados unos minutos me sentí mejor y proseguí mi camino, mientras las estrellas, a millones de años luz, titilaban sobre la ciudad en la noche oscura.


El juego de rol © Fernando Hidalgo Cutillas

 
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19 de junio de 2011

35ª noche - Adam & Eve

Ya se acercan las vacaciones; esta tarde estuvimos haciendo planes. Elisa quiere hotel y playa, y a mí eso me aburre mortalmente. Puedo resistir unos días, pero no diez, como ella quiere. Al final, a regañadientes, ha convenido en pasar cinco días en la costa y cinco en el Pirineo oscense. Cuando nos hemos acostado, hace un rato, yo tenía ganas de jugar un poco. Pero a ella le dolía la cabeza, así que me he levantado para distraerme y añadir esta entrada al noctario. ¡Os dejo, que tengo un mensaje en el chat!



Como cada tarde, el anciano salió a dar una vuelta por su jardín. Comprobó que todo estuviese en orden: había llovido la noche anterior, el sol había calentado durante todo el día, los frutales ofrecían un magnífico aspecto... Esa noche volvería a llover, los pastos lo necesitaban. A lo lejos vio a Adam, sentado en el suelo, junto al lago y decidió saludarlo. Al acercarse distinguió los rítmicos movimientos de su brazo derecho y prefirió no molestar. No era la primera vez que esto sucedía. “No es bueno que el hombre esté solo —pensó el anciano—, tendré que hacer algo…”.
Aquella noche se acercó a Adam mientras éste dormía. Viéndolo desnudo, enseguida comprendió lo que tenía que hacer. Debía darse prisa, el trabajo era complicado.
Por la mañana Adam quedó sorprendido al ver a su lado a alguien tan parecido a él. Estaba inerte. Lo miró con curiosidad y comprobó que era parecido, pero no exactamente igual. Cuando se puso a palpar las diferencias, el otro despertó.
—¿Qué haces? —exclamó el recién llegado.
—¿Quién eres tú? —preguntó Adam, apartando la mano rápidamente—. ¿Eres Eve?
—Creo que sí, ése es mi nombre, pero no recuerdo nada más.
Se hicieron amigos rápidamente. Eve también sintió curiosidad por su parecido con Adam y mucha más aún por sus diferencias, así que entre ambos exploraban éstas a menudo y no tardaron en darse cuenta de que en cierto modo sus diferencias eran… complementarias. El anciano vigilaba oculto, satisfecho del resultado de su intervención.

Un día entró Manuel, que así se llamaba el anciano, en unas zarzas para desenredar a un carnero que no podía librarse, cuando los vio ocultos, entretenidos con sus juegos entre la hierba alta.
—Humm… problemas —anunció Eve, al darse cuenta
—Creo que nos va a caer una de Pecado Original —se lamentó Adam.
Manuel los saludó discretamente con un gesto amable y siguió con lo suyo, conteniendo la risa. La pareja quedó un poco desconcertada, pero en cuanto el anciano desapareció olvidaron el incidente y continuaron sus caricias.
Por la noche Eve preguntó:
—Adam, ¿qué es eso que dijiste de un pecado...?
 —¿El Pecado Original? Es algo que leí en un viejo libro, un día que entré en la cabaña buscando a Manuel y él había salido. Es un libro de profecías o algo así, pone todo lo que va a pasar. Por eso sabía tu nombre.
—¿Y qué va a pasar? ¿Lo leíste?
—Muchas cosas, pero lo que me llamó más la atención fue que tenemos que hacer un pecado. Tú me darás una manzana del árbol prohibido y eso será terrible. Mejor será que no toques nada que no conozcas.
—¿Hay un árbol prohibido?
—No, que yo sepa. Pero tiene que haberlo, un árbol o algo parecido. Lo pone el libro. Creí que lo que hacemos cuando estamos solos disgustaría a Manuel pero veo que no es así.
Pasaron los meses en aquella dulce situación, Adam y Eve no hacían otra cosa que retozar y comer los manjares que les ofrecía aquel vergel. Un día Eve estaba descansando cuando Adam se acercó a él con los ojos brillantes de excitación. Eve lo miró, como tantas veces, pero en esta ocasión se le despertó una nueva forma de placer: se sintió deseado. Notó el poder que aquel juego le confería. Adam se echó a su lado e inició las caricias.
—Cariño —interrumpió Eve—, ¿por qué no construyes para mí una cabaña como la del viejo? Es un fastidio no tener donde guarecerse.
Adam miró a Eve, sorprendido.
—¿Una cabaña? ¿Para qué necesitamos una cabaña? —y se dispuso a seguir con lo suyo, pero Eve cortó:
—Hoy no, Adam, no me encuentro bien —y se apartó, dándose la vuelta.


En su choza, Manuel torció la boca en una mueca de desagrado. Apagó el monitor del sector B y descolgó el teléfono:
—Uriel, necesito que vengas enseguida. No olvides traer la espada de fuego, los problemas acaban de empezar.



Adam & Eve © Fernando Hidalgo Cutillas 2010


18 de junio de 2011

34ª noche - Paranoia







Están por todas partes, sobre postes larguísimos para no llamar la atención.
Nos vigilan, nos controlan, nos persiguen. Día y noche. Lo saben todo.

Vuelvo a casa, como todas las noches, al terminar mi turno en la gasolinera. Es muy tarde; las avenidas, normalmente abarrotadas, están vacías. Sólo circulan unos pocos taxis y algún particular, quién sabe adónde puedan ir a estas horas. Avanzo por la autopista que entra a la ciudad desde el sur. Siete carriles, que no dan abasto en las horas punta, sólo para mí en la madrugada, como siempre. Cada pocos metros, un panel suspendido sobre la vía repite el mismo mensaje: «Velocidad controlada por radar. Recuerde, límite su velocidad a 50 kilómetros/hora. Por su seguridad». Esa es la cara amable, la de delante. En la de atrás, siete buitres al acecho. En los fines de semana los forasteros caen como moscas, igual que caíamos todos al iniciarse el sistema. ¡A cincuenta, en una autopista de siete carriles, casi vacía, ¿por mi seguridad?! ¡¡Anda ya!! Pero flash, flash, flash...

Hasta que no acumulan cinco fotos no te las envían. Quinientos euros de un plumazo, ¡casi nada! Y sin rechistar o te aplican recargo y te embargan la cuenta. Y todo por mi seguridad. Por ir a sesenta en lugar de cincuenta a las tres de la madrugada en una autopista vacía; ¡hay que joderse! Creo que nos están domando, como a los caballos en el circo, eso es lo que hacen. Hoy tengo un mal día.
 
Aparco en la calle, después de dar unas cuantas vueltas buscando un sitio vacío. En la calle, pero no gratis. La calle ya no es de todos como antes, ahora por aparcar en la calle hay que pagarles. Como en un garaje. Ahora la calle es suya; de todos, o sea, suya. Cierro el coche y miro la hora en el reloj de la iglesia. Entonces la veo: en el cruce, sobre un poste fino y altísimo, dominándolo todo. Un irrefrenable impulso me asalta, una rabia que no puedo contener y le dedico el más sentido corte de mangas que he hecho en mi vida. Lo repito. ¡¡Jódete!!, ¡¡¡jó-dé-té!!!, desde el alma. Se ha movido, creo que me ha visto. Me mira directamente. Camino hacia el portal sintiéndome observado y entro en la casa. Me acuesto, pero no puedo dormir. A través de la ventana, la veo. Aún sigue mirando hacia aquí.
. . .
Otra vez de regreso, siempre por el mismo camino. En la última semana me están sucediendo cosas extrañas. Ayer saltó un flash detrás de mí, en la autopista, pero yo no iba a más de cincuenta, estoy seguro. Y hace tres días, ya cerca de casa, un semáforo me tuvo quince minutos en rojo. No pasó un alma y yo allí parado un cuarto de hora. Ni el perro mejor amaestrado lo haría. Eso no es normal. Pero pasar en rojo cuesta dinero y no me lo puedo permitir. ¡¡Hey!!, ¿qué ha sido eso? Ha saltado otro flash… ¡Pero si voy a cuarenta! ¡Dios mío!, ¿a qué velocidad tendré que ir para que no me desplumen? Yo vivo de mi sueldo, y al día, ¡qué remedio! No lo puedo regalar. Sigo mi camino, intentando no pasar de treinta; tan despacio que me da la sensación de estar parado. Tardo hora y cuarto en llegar a casa, pero al menos no han saltado más flashes. Pronto amanecerá. La miro y allí sigue, en lo alto, siempre vigilando hacia mi casa.
. . .
 
Hoy he dormido fatal, toda la noche con pesadillas. Soñé que venía a casa un hombre grueso con un traje negro, un montón de fotos y un saco de arpillera, de los que usaban los cacos en el siglo pasado. Me iba dando fotos y por cada una de ellas metía algo de la casa en el saco: un jarrón, una cazuela, el teléfono móvil, una cuchara... El saco no debía de tener fondo porque igual cabía el televisor que un sillón o la nevera. Cuando sólo quedaban las paredes, el hombre me tiró a la cara las fotos que sobraban y soltó una carcajada. Entonces vi que estaban todas en blanco.
Más tarde, esa misma noche, soñé que estaba esperando al tranvía, junto a un grupo de gente muy variado. Llegó el convoy y subimos. Iba yo a registrar mi billete en la máquina automática cuando vi que todos se sentaban tranquilamente, sin pagar. Me frené y me dije: entre más de quince personas, ¿sólo pagas tú? ¿Es que eres el tonto del pueblo? Y me senté sin sellar mi tarjeta de transporte; por dignidad, no por ahorrarme unos céntimos. Y ahí vino lo peor. En la siguiente parada un montón de agentes vestidos de un modo que me recordó a la Guerra de las Galaxias, acompañados por varios perros, estaba esperándonos. Pensé: nos van a trincar a todos. Habrá que pagar la multa y pasar un mal rato, ¡mala suerte! Pero cuando el tranvía paró, todo el mundo se escabulló sin que nadie se lo impidiese, como las cucarachas cuando enciendes la luz. Sólo yo quedaba en el vagón cuando ellos entraron, me esposaron y me condujeron a un edificio con rejas en las ventanas.
 
Aquello parecía un interrogatorio, pero no había preguntas. El hombre gordo del saco, el mismo del anterior sueño, hablaba y hablaba, riñéndome...
—No le estoy riñendo; lo amonesto, que es distinto —dijo con su voz aflautada, casi femenina.
—Como usted diga, señor alcalde.
—A ver si lo entiende: tenemos zorros, serpientes, gallinas, conejos, cucos, buitres... Usted es gallina, no por cobarde —eso ya  se presupone— sino porque pone huevos. ¿Lo pilla?
—Allí había mucha gente y sólo me detuvieron a mí —me quejé. Yo no entendía nada.
—Porque eran zorros, serpientes, cucos... Esos no ponen huevos de gallina. No valen. Recuerde el viejo dicho: «Tanto tienes, tanto vales».
—Mejor diga: «Tanto tienes, tanto te puedo quitar». 
El hombre siguió hablando de las ventajas del trabajo, que me permitía vivir un poco mejor que los que no trabajaban, y de la obligación de tirar del carro sin importar cuánta gente se suba en él. Por solidaridad, una de las bases de la civilización desde antes de los griegos. Me habló de la Solidaridad de Milo y la Solidaridad de Samotracia. Hasta me enseñó fotos —siempre fotos— de unas estatuas medio rotas.  
—Aquí todo el mundo puede tener seiscientos u ochocientos euros. Quien quiera más tiene que trabajar. Naturalmente los políticos contamos aparte, somos de otro nivel... Con seiscientos euros no se muere nadie de hambre. ¿Cuánto lleva encima, joven?
—Unos sesenta euros, más o menos.
—Adjudicado. Déjelos sobre la mesa y puede irse.
Y entonces desperté.
 
La semana pasada tuve una crisis de ansiedad en el trabajo. Pensé que me asfixiaba pero se me pasó con un diazepam que me dio el encargado. No puedo ponerme al volante, me entra una angustia insoportable. Decidí ir al psiquiatra, que me dio la baja y unas cuantas pastillas diarias. Dice que tenga paciencia, que será largo.
. . .
Ha pasado un año y me encuentro mucho mejor. El contrato se acabó, pero sigo con la baja. Ahora cobro quinientos euros al mes, una miseria, aunque con eso nadie se muere de hambre. Y ya no me vigilan.
 
Paranoia  © Fernando Hidalgo Cutillas  2011


TIEMPO EN HISTORIAS
  

17 de junio de 2011

33ª noche - Andreas Vollenweider

¡Treinta y tres noches ya! Os propongo un viaje a Oriente, al país de la magia,  los efrits y los sultanes...


15 de junio de 2011

32ª noche - Zasir



—Es curioso que el hombre sea el único animal en el mundo que no tiene derecho, por nacimiento, a hacerse una guarida en alguna parte —me ha dicho Elisa, inesperadamente. Quiero decir que no estábamos hablando de nada similar; ni siquiera estábamos hablando. Elisa es así, en sus silencios le hierve la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —Con ella es mejor no adivinar...
—Pues eso: que un pájaro, una ardilla, pueden elegir un árbol, hacer su nido y listo. Nadie los echará de allí. Intenta tú hacer una casa en alguna parte y verás...
—¡Ah!, es eso... Nosotros tenemos esta casa; no la construimos, la compramos, pero viene a ser lo mismo, ¿no?
—No comprendes. Esta casa aún la estamos pagando. No sólo los materiales y el trabajo de hacerla; también el suelo donde está. Si no pudiéramos pagarla, ¿dónde viviríamos? No hay un palmo en el mundo que no sea de alguien... ¿De dónde salió eso? ¿Por qué no tenemos derecho a nuestro "trozo" de mundo, quién nos preguntó, cuándo...?
—El mundo se lo repartieron los más fuertes hace muchos siglos, Elisa, no seas ingenua —respondí, con cierta ironía.
—¿Los más fuertes o los más listos...?

Hubo un momento en el que la inteligencia y la astucia dominaron a la fuerza.


Thork rugió como un león al levantar con orgullo la imponente cabeza del oso muerto. Los demás guerreros lanzaron gritos de júbilo, celebrando la hazaña de su jefe. Todos se apresuraron a descuartizar al animal para transportarlo a la guarida de la tribu. Debían salir cuanto antes de la zona rocosa en la que se encontraban; sólo el hambre los movía a entrar en aquel peligroso territorio cuando en los bosques, más abajo, las presas escaseaban. En poco rato el cuerpo del oso estuvo dividido en varias partes y los cazadores descendieron rápidamente hacia la gran caverna donde aguardaba el resto de la tribu. Caminaban alegres, gritando su victoria a los cuatro vientos detrás de Thork, que abría la comitiva con la cabeza del animal sobre la suya y los cabellos empapados con la sangre que se derramaba del preciado trofeo.

Pero no toda la sangre que cubría a Thork provenía del oso. El caudillo había luchado duramente y había recibido una buena cantidad de heridas y magulladuras por todo el cuerpo; su propia sangre se mezclaba con la del animal, sin que fuese posible distinguir una de otra. A pesar de ello, Thork avanzaba feliz,  ahora el espíritu del enorme oso le pertenecía y la fuerza de su presa pasaría a formar parte de su propio poder. Un nuevo colmillo que añadir a su collar, el signo visible que lo distinguía como jefe del grupo, ¿qué otra cosa podría importar?

Las mujeres vieron de lejos a los guerreros y salieron a su encuentro, celebrando el regreso con unos alaridos característicos que extendieron la noticia. No existían vínculos sólidos que uniesen  parejas, sólo Thork tenía derechos sobre todas las hembras. Cuando ya no eran jóvenes Thork dejaba de visitarlas; entonces las mujeres elegían a dos o tres compañeros entre los que repartían su favor y el resto de su fertilidad. Era raro que alguna de las favoritas se atreviese a desafiar a su dueño y más raro aún que encontrara al hombre que accediese a colaborar en ello. El castigo era terrible: la mujer era abandonada sobre una roca después de quebrar sus piernas y el hombre era ensartado en vida en una de aquellas largas lanzas de madera que utilizaban para la caza. No era pues de extrañar que la mayoría de los niños fuesen hijos de Thork.

Zasir era un personaje peculiar. Más viejo, más flaco, más débil en suma que los demás hombres, su función en la tribu no era la caza. Él hablaba con el Sol, con el río, con las nubes y, en ocasiones, veía en sueños lo acontecido y lo que iba a acontecer. Y, lo más importante, sólo él sabía cómo aplacar a los espíritus —los numas— cuando estos se enfurecían. Vivía como una mujer, pero apartado de ellas. En su rincón oscuro, al fondo de la caverna, nadie osaba aventurarse. La silueta de sus manos pintada innumerables veces sobre la pared rocosa parecía dar el alto a cualquier intruso. 
 Cuando la hoguera se encendió al anochecer en la entrada de la caverna, el olor dulzón de la carne asada se extendió por todo el recinto. Las mujeres volteaban los grandes pedazos sobre el fuego, impidiendo que se quemasen, mientras los hombres danzaban alrededor de Thork. Pasada la excitación que produce la lucha, el jefe empezaba a sentirse de un modo extraño. No le dolían las profundas heridas, acostumbrado como estaba a recibirlas, pero todo su cuerpo le pesaba como una losa, le faltaba aire y, lo peor, en su cabeza sentía un dolor intenso, como si el espíritu del oso hubiese entrado en ella y la desgarrase con sus zarpas. Se llevó la mano a la nuca y notó un dolor punzante al presionarla. Cubierta de abundante sangre ya reseca, una buena brecha le hizo recordar el golpe recibido contra una roca cuando su adversario lo lanzó al suelo. Había sido una lucha terrible. Pero Thork sabía que no debía mostrar debilidad, él era el jefe y nadie se atrevería a dudarlo... mientras fuese el más fuerte. Así que bailó y gritó entre los guerreros agitando su collar de colmillos como siempre había hecho.

Aquella noche todos los hombres quedaron hartos y, aunque siguieron comiendo hasta que sus estómagos no aceptaron ni un bocado más, dejaron suficientes sobras para que las mujeres y los niños se diesen un festín como pocas veces habían podido darse. Zasir recibió su tributo: el corazón del animal. Cuando el hechicero se aproximó a la hoguera para recogerlo, por un instante su mirada se cruzó con la de Thork. Esa visión fugaz bastó para que Zasir comprendiera lo que estaba sucediendo. Llevando el corazón del oso ensartado en la punta de una afilada astilla de madera, el brujo se aproximó al jefe y con un gesto le pidió permiso para sentarse a su lado. Thork asintió callando. Por un lado temía los poderes de Zasir, no quería compartir su secreto con nadie. Por otro, tal vez el hechicero podría ayudarlo, apaciguando al espíritu que lo estaba desgarrando por dentro. El brujo se sentó y comenzó a dar cuenta del trozo de carne que le correspondía. Al contrario que los demás, Zasir comía despacio, masticando largamente cada bocado y en absoluto silencio. De pronto estiró el brazo, asió una pequeña rama medio consumida por el fuego y con ella tiznó dos rayas negras sobre su frente y dos más, una bajo cada uno de sus ojos. A la luz ya tenue de la hoguera, su delgado rostro se volvió fantasmal. Hecho esto, miró abiertamente a Thork, quien le devolvió la mirada con una mezcla de temor e interés. Zasir escrutó los ojos del jefe atentamente y comprobó lo que había intuido momentos antes: los dos puntos negros que ocupaban el centro de la zona oscura no eran de igual tamaño. El hechicero se puso en pie y con la mano invitó a Thork a seguirlo al interior de la cueva. El jefe fue tras él sin mediar palabra.

Los dos hombres se dirigieron al refugio de Zasir, que se encontraba casi a oscuras.

—¿Sabes por qué elegí este lugar y no otro? —preguntó el chamán. Sin esperar respuesta, prosiguió— Porque lo que se habla aquí no se oye desde ningún otro sitio de la caverna. Lo he comprobado bien. Podemos hablar, nadie nos escucha.

—Lo has visto, ¿verdad? Aquí tengo el mal, ¡el espíritu del oso me está matando...! —exclamó Thork como una súplica, llevándose una mano a la cabeza.

El hechicero la examinó, con gesto contrariado. Después preguntó:

—¿Puedes ver?

—Sólo manchas borrosas —explicó Thork.

Zasir permaneció en silencio unos instantes, con semblante preocupado.

—Una herida en la cabeza, se pierde la vista y esas manchas negras de diferente tamaño dentro de los ojos... No hay duda, ha llegado tu hora, Thork. Vas a morir.

—¿Cuándo? —preguntó el jefe, palideciendo.

—Pronto; esta noche, quizá mañana. Cuando te duermas ya no despertarás. Así suele ser...

—No importa, estoy preparado. —Thork respiró profundamente.

—Lo sé —asintió Zasir— eres valiente. Pero la tribu no está preparada; mañana habrá veinte hombres disputándose el collar de colmillos y eso será terrible para todos.

—¿Qué podría yo hacer? Las órdenes de un muerto no van a frenar la ambición de ninguno de ellos...

—Elige un sucesor y déjame hacer a mí —pidió el chamán.


Cuando los dos hombres regresaron, en torno a la hoguera se hizo un profundo silencio. Zasir se había ataviado con todos sus abalorios. Con la cabeza cubierta por una impresionante testuz de ciervo ofrecía un aspecto sobrecogedor. Lanzó sobre las brasas algo que llevaba en su mano izquierda, lo que produjo un largo chisporroteo. Después alzó las manos y clamó:

—¡Oídme! Un nuevo poder ha entrado en Thork y ha producido una transformación. Aunque lo veáis como siempre, él ya no es un hombre. Se ha convertido en un numa y los otros numas lo reclaman a su lado. Ellos lo han ordenado y nadie puede negarse. Esta noche partirá y ya no lo veréis más entre nosotros aunque él seguirá aquí, como los demás espíritus de los antepasados. Durante tres días nos observará y consultará con los numas. En la mañana del cuarto día, aquél que al despertar encuentre el collar de colmillos sobre su pecho, será el nuevo jefe. Y ¡ay de quien ose desafiar la voluntad de los espíritus!

Dicho esto los dos hombres volvieron a entrar en la caverna. Zasir acompañó a Thork a su lecho de pieles de oso y lo ayudó a recostarse en él. Una de las jóvenes se acercó a ellos sonriendo.

—Hoy no. Vete —. El chamán la despidió bruscamente y la muchacha se apresuró a alejarse.

Thork respiraba con dificultad, su cara enrojecida había empezado a hincharse.

—¿Tienes dolor? —preguntó Zasir. El jefe asintió con una mueca de sufrimiento—. Te ayudaré —ofreció el chamán— pero antes debes decidir quién ha de ocupar tu puesto cuando mueras.

—Moor... el jefe será Moor —contestó con voz apagada.

—¿Moor?  —El brujo dio un respingo, como si la idea lo sorprendiese—. Moor es cruel y vengativo, osado pero peligroso...

—¡Moor! —repitió Thork enérgicamente, mientras apretaba con fuerza el brazo de Zasir.

—Está bien, como órdenes —asintió el hechicero—. Traeré unas hierbas que te aliviarán. Ahora descansa.

Zasir permaneció cerca del lecho de Thork durante toda la noche, velando su agitado sueño. Los demás se mantuvieron respetuosamente apartados de ellos. La hoguera arrojaba sus últimas llamas, ya próximo el amanecer, cuando el jefe exhaló su último aliento.

La costumbre era colocar el cadáver dentro de un saco hecho con pieles, en el que se introducían también las armas del difunto y algunos amuletos para confortar su espíritu y asegurarse su favor, pero el chamán tenía planeado algo diferente. Si Thork era ahora un numa, sus restos no debían ser tratados como un cadáver más. No sería enterrado bajo grandes rocas, sino purificado por el fuego, algo que nunca antes se había hecho. Durante todo el día los hombres prepararon con gruesos troncos una pira, a un lado del llano frente a la caverna y al caer la tarde el cuerpo del jefe, lavado y ungido con abundante grasa, fue colocado sobre ella. Su escudo de piel bien curtida y su mejor lanza fueron puestos a los lados del cuerpo; y a sus pies, la cabeza y las garras del oso que habían cazado el día anterior.  

Caían los últimos rayos del sol cuando Zasir prendió la hoguera. El hechicero danzó largo rato a su alrededor, recitando palabras mágicas que nadie más que él comprendía mientras agitaba sus abalorios y el collar de colmillos que Thork le había confiado antes de morir.

La pira ardió durante la noche, hasta que todo quedó reducido a cenizas. Zasir prohibió que nadie se acercara; el viento y la lluvia se encargarían de dispersarla. No hubo llantos ni plañideras, puesto que Thork no estaba muerto sino transformado en numa, lo que debía ser motivo de alegría.

Durante los dos días siguientes llovió con fuerza, cosa conveniente en esa época y que fue interpretada como un favor del jefe desaparecido. La tribu no se alejó de su refugio, tanto por la lluvia como por la ausencia de un caudillo que pudiese dirigirlos. Bajo la aparente normalidad se podía notar una inquietud creciente entre los guerreros, separados de las mujeres por decisión del chamán. En cierto modo Zasir se había erigido en jefe del grupo desde la muerte de Thork, parecía ser el único que sabía qué hacer, capaz de controlar la situación. Todos le obedecían sin saber muy bien por qué, presintiendo que no hacerlo sólo podría traer problemas.

Por fin llegó el alba del cuarto día, el día esperado. Un alboroto repentino despertó a todos antes del amanecer. En el centro de la gran caverna, lanzando gritos de júbilo, el joven Ollur agitaba en su mano derecha el collar de colmillos que había encontrado sobre su pecho momentos antes. ¡Los numas habían hablado y él era el elegido!

Zasir, aparentemente ajeno al revuelo, permanecía en la penumbra, en su morada. Se acarició la barbilla mientras la ambición brillaba en sus ojos. Ollur no sería lo bastante fuerte para mantenerse como líder sin su ayuda pero él conseguiría con su magia atemorizar a todo el que se le enfrentara. Y el joven Ollur era tan influenciable...

Zasir © Fernando Hidalgo Cutillas. 2010
 
 


 
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13 de junio de 2011

31ª noche - Fotos para el recuerdo





Hoy levantaron definitivamente el vendaje al padrino de Elisa. Aún no conviene que fuerce la vista pero, como se va mañana, se ha empeñado en enseñarnos esta noche  algunas de las fotografías que ha traído. En bastantes aparece él, de joven, con el padre de mi mujer y otros amigos de entonces.


Cuando veo este tipo de fotos siempre me invade la tristeza. Lo primero que me viene a la mente es que todas esas personas ya han muerto. Sólo los entonces muy jóvenes quizá sobrevivan, ya viejos. Nada refleja mejor la inconsistencia de la vida que las fotos del pasado. Estampas corrientes que un día fueron el presente más real, tan reales como lo es hoy nuestra existencia, pero que pasaron en un soplo, como todo pasa, como pasaremos nosotros también, inmortalizadas en esos cartoncitos de color sepia...



11 de junio de 2011

30ª noche - El guapo de Santaella 3



Y llegó por fin la noche del viernes.

—Así que el personaje más famoso de Santaella fue un loco... —he deducido, con cierta ironía. Rafael la captó al vuelo.
—Al menos eso pensaba el mesonero. Pero ¿acaso no es también un loco el personaje más famoso de la Literatura? La Historia está llena de locos y brujos, simplemente porque eran distintos. ¿Recordáis a Brassens, o a Paco Ibáñez?


—¡Quién podría olvidarlos! —respondimos casi al unísono—. Ya comprendo —añadí.
—Mirad; en Santaella sólo hay dos personajes que conoce absolutamente todo el mundo: Miguel Vicente Fernández Alcaide Lorite, el constructor del Santuario del Valle y de la Casa de Columnas; y Alonso Colorado, el guapo de Santaella. Del primero sabemos casi todo. Del segundo, muy poco, casi es una leyenda. Pero un dicho popular reza
Si me llevas a galeras
llévame por Santaella.

Y esto desde muy antiguo. La tradición oral cuenta que se debe a que un grupo de galeotes fue liberado por Alonso el guapo. Y los documentos históricos confirman que Cervantes, cuya genealogía paterna era completamente cordobesa, anduvo por allí en esas fechas; es más, en los últimos congresos cervantistas se ha llegado a afirmar que Cervantes inició El Quijote durante un breve cautiverio en Castro del Río. Alonso Quijano, Alonso Colorado... no hace falta ser Sherlock Holmes para ir atando cabos. Escuchad el final de la historia...




Al tercer día, yendo Miguel por la Sendilla camino de una de las fincas que quedaban por ese lado del pueblo, vio a Alonso sentado en un poyo.

—¿Qué hacéis por aquí? —preguntó Cervantes en tono jovial, bajando del caballo.

—¿Veis aquella casa con tres ventanales? Allá arriba, la más alta... Allí vive mi amada. De un momento a otro se abrirá una de las ventanas y aparecerá la dama más bella que habita sobre la Tierra. Me mirará, la miraré y nos sonreiremos. Después irá adentro, dejando la ventana abierta. Es una señal.

Ambos quedaron en silencio, mirando las ventanas. En efecto, al cabo de pocos minutos sucedió tal como Alonso había predicho. Miguel pensó que la muchacha tenía un aspecto bastante tosco, seguramente una criada, pero se abstuvo de comentarlo.

—Ya tenéis vuestra señal —bromeó con picardía—. Corred a su encuentro, no os preocupéis por mí, tengo quehacer.

Alonso movió la cabeza a uno y otro lado, rechazando la propuesta de su amigo.

—Entonces, ¿eso es todo? —Cervantes no comprendía—. ¡Alonso!, que tenéis cincuenta años... Si es vuestra amada, ¿no sería mejor que fueseis tras ella?

—Me decepcionáis, Miguel. Sois escritor, tendríais que entenderlo. ¿Queréis decir que debería cambiar esta historia mágica por un vulgar encuentro? ¿Iniciar una relación en la que sólo pueden crecer los problemas y mermar las ilusiones? No haré tal cosa. Ella es mi dama en su castillo y yo su enamorado caballero. Decid que hay mujer más dulce que mi Aldonza y os ensartaré como a una liebre.

Cervantes no estaba seguro, después de la advertencia del mesonero, de que su amigo hablara en broma o no, así que prefirió no abrir la boca.

 
Unos días después Miguel y Alonso se encontraron por última vez. Fue en la fonda, la víspera de la partida del recaudador, que ya había terminado su cometido. Alonso estaba alegre y locuaz, contando una tras otra las historias más disparatadas que le habían sucedido en el largo camino de regreso a Santaella. Por el contrario Miguel se mostraba triste y preocupado.

—¿Qué sucede, amigo, que vuestra cara parece hoy más larga que un día sin pan? —preguntó el viejo soldado.

—He tenido un mal día. Dos de las familias del pueblo no alcanzan a pagar las alcabalas con sus intereses. No puedo hacer otra cosa que comunicarlo al corregidor. Los dos hombres irán a presidio.

—¿A galeras? —preguntó Alonso, dando un respingo.

—No, ¡por Dios!, nadie va a galeras sólo por deudas —Miguel esbozó una sonrisa por la ocurrencia de su amigo—. Quedarán en la prisión de Écija.

—¿Y no podéis evitarlo? ¿Alguna componenda...?

—Nada puedo hacer y me entristece; es buena gente que está pasando por un mal momento. Al final todo se arreglará, pero el daño estará hecho. ¡Quién sabe el tiempo que estén allí!

—Decidme una cosa... Con sinceridad, sois mi amigo, ¿no? —preguntó de pronto Alonso, en tono franco.

—Bien sabéis que sí.

—¿Os han dicho en el pueblo que soy un lunático?

La pregunta cogió a Cervantes por sorpresa. Por un momento dudó qué contestar.

—Sí —admitió por fin.

—¿Y lo creéis así?

Se hizo un largo silencio. Después Miguel miró directamente a los ojos de Alonso y respondió.

–Sí. Pero la vuestra es una locura maravillosa. Quizá el loco no seáis vos, sino todos los demás.

—Entiendo —dijo el capitán, con semblante hosco.

—Alonso, de niño descubristeis un mundo de honor y de justicia que no es real. Más aún, que es imposible. Pero os refugiáis en él constantemente. Vivís en una fantasía que no existe y ello os lleva a hacer locuras. Los que nos creemos cuerdos también conocimos ese mundo en nuestra infancia, pero lo arrasamos en cuanto nuestros intereses y temores chocaron con él. Sois un idealista impenitente y no se me ocurre locura mayor, ni más sensata.

—Así que esos hombres irán a galeras... —Alonso volvió a cambiar de tema. Miguel desistió de corregir su error, sospechando que sería inútil—. ¿Cuándo vendrán a por ellos?

—Dentro de cuatro o cinco días. Ahora están en la cárcel del pueblo, bajo la custodia del alguacil.

—¿Y cuántos guardias los acompañarán?

—Suelen venir dos, a veces tres... ¿Pero no estaréis pensando...?

—Quedad tranquilo, no estoy pensando nada que no se deba pensar —replicó Alonso con un guiño, otra vez animado.

Miguel se levantó de su asiento y se aproximó despacio a su acompañante.

—Quizá no nos veamos más, capitán, pero siempre os recordaré con afecto. Puede que escriba algo sobre vos...

—¿A quién podrían interesar mis fechorías? —Alonso rio a carcajadas—. Escribid historias galantes con final feliz, eso os dará fama y fortuna, no las andanzas de un lunático que sólo recuperará la razón cuando llegue el momento de pasar cuentas.

—Salgo mañana muy temprano, me despido ya. Hasta un nuevo encuentro, querido Alonso, que tengáis suerte y... sed cauto.

—Si alguna vez estáis en apuros, sabed que en Santaella contáis con un amigo que hará cualquier cosa por vos. Sólo tenéis que avisarme y yo acudiré allí donde estéis.

Los dos hombres se abrazaron y Miguel se retiró a su habitación. Al día siguiente, el largo camino a Castro del Río lo esperaba.

—Y así acaba la historia de Alonso y Miguel. ¿Os ha gustado?
—¡Oh, sí! —ha exclamado Elisa—, mucho; pero usted se la inventó, padrino.
—Digamos que he rellenado algunos huecos —Rafael rio con picardía—. Pero así es la Historia, con diez ladrillos se levanta una pared.


El guapo de Santaella (3ª parte) © Fernando Hidalgo Cutillas