8 de octubre de 2011

59ª noche - Fábula de los agraviados

La señora Cabra y el señor Cerdo aguardaban impacientes tras la línea dibujada en el suelo frente al mostrador que lucía el rótulo 'Oficina de Agravios'.   Detrás del tablero, Miss Mare —ella se empeñaba en que la llamasen así desde que supo que sus antepasados procedían de Edimburgo— atendía con amabilidad a una joven gallina que, con aspecto indignado, rellenaba a toda prisa un impreso oficial, murmurando:
—Una hace lo que le da la gana sin que nadie tenga que venir a criticar, ¡sólo faltaría eso! ¿A usted no le gustan los caballos? —Miss Mare se ruborizó, a pesar de que obviamente la pregunta era retórica—. Pues a mí me gustan los gallos. ¡Y no conozco otra forma de tener polluelos!
Con gesto airado la señorita Gallina rubricó el impreso y lo entregó a su interlocutora que, tras estampar un sello de fechas, lo depositó en una bandeja, a su izquierda.
—Ya está en marcha su reclamación. Dentro de unos días recibirá noticias del Comité. No se impaciente, el proceso es un poco largo, la comunicación con los humanos no es fácil. Buenas tardes. —Miss Mare, aliviada por haber terminado la entrevista, despidió a la gallina, bebió un sorbo del refresco de alfalfa que ocultaba bajo el tablero y anunció en voz alta:
—¡El siguiente…!
La cabra avanzó hasta situarse frente a ella.
—¿Qué hay de lo mío, se sabe algo o qué? —espetó, a modo de saludo.
—Pero usted presentó ayer su reclamación. No ha habido tiempo... —explicó su interlocutora, reconociéndola.
—¿Ayer? Por la mañana, ¿no? ¿O fue por la tarde?  Es mucho tiempo...
—Más o menos se demora un mes, a veces más...  Tenga paciencia.
De un salto la cabra subió al mostrador y empezó a caminar  entre los papeles que había sobre él.
—Por favor, baje de ahí enseguida —suplicó Miss Mare.
La cabra parecía no oírla. De un nuevo salto colocó sus cuatro pezuñas sobre un pesado pisapapeles de granito y se quedó inmóvil.
—Tendré que dar parte de su comportamiento en esta oficina, eso no favorecerá a su reclamación —amenazó la funcionaria.
—Está bien, está bien, ya bajo...
—¡Hasta el suelo! —ordenó la yegua con firmeza.
Aliviada, comprobó que la cabra, por una vez,  hacía caso. Sólo deseaba que la señora Cabra desapareciese cuanto antes, le daba igual que se la tragara la tierra o la abdujese un platillo volante.
—Entonces, ¿cómo quedamos? ¿Vuelvo mañana?
—¡No, no venga mañana!  —estalló Miss Mare, golpeando con fuerza la madera del mostrador.
La cabra se desplomó como si le hubiesen disparado. Rápidamente se acercaron dos miembros de seguridad.
—¿Otra vez ella? —comentó el agente Perro con fastidio—. Ayúdame a sacarla de aquí —pidió a su compañero—, a ver si con el  fresco se le pasa.
El señor Cerdo miró a la yegua con aire indeciso, sin atreverse a avanzar. No sabía si era buen momento para abordarla.
—Pase, pase —pidió Miss Mare, con deseos de terminar cuanto antes su trabajo.
—He recibido esta carta... —dijo el cerdo, mostrando un papel que sacó de un sobre sucio y arrugado.
—Ah, sí. El secretario del Comité lo está esperando. Sígame, por favor...
El señor Cerdo fue tras la yegua hasta un despacho situado al fondo del vestíbulo. Sentado tras una mesa cubierta de papeles, el secretario levantó la vista al notar su presencia. Miss Mare se dirigió hacia él y le mostró la carta, comentando algo en voz baja, antes de dejarlos solos.
—Siéntese, por favor —pidió el secretario—. Verá, señor Cerdo, como sabe ya es la cuarta vez que presenta usted este tipo de reclamación...
—Por supuesto, es un caso grave. Nunca he visto nada igual, señor Lince. Los humanos la han tomado conmigo.
—A ver... —Lince echó un vistazo al expediente que tenía sobre la mesa—. Cuando usted era conocido como señor Marrano se quejó de que su nombre fuese equivalente a un insulto, a alguien de aspecto sucio y desaliñado. Su reclamación fue atendida y se le cambió el nombre, que pasó a ser señor Puerco. Pero poco después, también puerco se transformó en insulto, con el mismo significado. De nuevo atendimos su queja y le dimos un nuevo nombre: señor Guarro. No había pasado un año y tuvimos el mismo problema. Por tercera vez se le rebautizó y a pesar de todo seguimos en lo mismo...
—Ya le digo, es un acoso inaudito —explicó el cerdo, satisfecho por la clara exposición del problema que había hecho el señor Lince.
—Esto...  señor Cerdo... —El secretario parecía elegir cuidadosamente las palabras—. ¿Usted no ha pensado que podría haber un motivo para este “acoso”?
—¿Motivo? —El cerdo estaba sorprendido—. ¿Qué motivo podría haber? No comprendo...
—Mire, está claro que, se llame usted como se llame, al cabo de poco tiempo ese nombre equivale al de alguien sucio. Ya sabe como es el cerebro de los humanos, tan aficionados a  la analogía...
—¿Está usted insinuando...?
—No; insinuando no. Estoy explicándole cuál es el problema y por qué los cambios de su nombre son inútiles. Y ahora le voy a  dar la solución.
El señor Lince abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó un paquete pequeño, que dejó sobre la mesa al alcance del señor Cerdo. Este lo cogió y arrancó con rapidez el envoltorio de papel. Apareció una pastilla de jabón.
—¡Y no meta las patas en la comida! —oyó decir al secretario, mientras él abandonaba el despacho, como siempre, cabizbajo

MORALEJA
Si con tu conducta plantas
de tu mala fama esquejes,
cuando crezcan, no te quejes.





 
 



Fábula de los agraviados, copyright Fernando Hidalgo Cutillas 2008.

 
TIEMPO EN HISTORIAS
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2 de octubre de 2011

58ª noche - Fábula de la cebra Felipa

Al sur de Massai Mara, en la amplia sabana de África Central, vivía desde tiempos remotos una manada de cebras grande y poderosa, liderada por un impresionante macho de largas crines llamado Gedeón. La vida de la manada era plácida y sencilla. Pastaban las jugosas hierbas de la ladera, bebían en las aguas del arroyo, llegando hasta el lago cercano en los meses de sequía. Las cebras parecían vivir en el paraíso excepto por un problema: una familia de leones había encontrado guarida en un rocoso montículo cercano. Raro era el día en el que la manada no sufría el ataque de dos o tres leonas hambrientas, encargadas de servir la mesa. A veces, alertada con tiempo por el siempre oteante Gedeón, la manada lograba escapar del ataque huyendo a gran velocidad. Pero muchas otras, alguna cebra era alcanzada y devorada por los felinos mientras las demás galopaban con todas sus fuerzas, aterrorizadas. Había sido así durante miles de años. Era la dura ley de la supervivencia.

Una de las cebras jóvenes, llamada Felipa, destacaba entre las demás por una rareza natural: tenía una sola franja negra a cada lado, tan ancha que ocupaba casi todo el flanco. Un día Felipa pidió a la manada que se reuniese a su alrededor y les habló así:
—¿Veis lo que sucede cada día? Esos gatos se nos echan encima a cada momento y no sabemos hacer otra cosa que salir corriendo. Los más jóvenes y fuertes galopamos veloces y conseguimos escapar pero ¿y los más débiles? ¿Qué le pasó ayer a tu padre? —preguntó Felipa, señalando con el hocico a una de las cebras, que  escuchaba con atención—. ¿O, hace pocos días, a tu hijo, que apenas tenía un mes? —añadió, señalando de igual modo a otra de ellas.
Felipa hizo una larga pausa esperando que se apagara el murmullo que sus palabras habían levantado.
—¡Han sido devorados por los leones, como tantos otros! —continuó Felipa por fin, teatralmente—. ¿Qué será de cualquiera de nosotros si cae enfermo o cuando los años nos vuelvan más torpes? Lo sabéis, ¿verdad? —Felipa llevaba su mirada desafiante de una a otra cebra, fijándola finalmente en Gedeón—. Yo os lo diré: ¡que nos comerán los leones!
Espantada por las palabras de Felipa y sintiendo real un peligro aún imaginario, la manada se agitó.
—Alto, alto, amigos, no os pongáis nerviosos —gritó Gedeón—. No hay peligro en este momento, tranquilizaos y volved a la reunión.
—Felipa tiene razón —opinó la cebra que había perdido a su cría no hacía mucho tiempo.
—Acabarán por comernos a todos —sentenció la cebra recientemente huérfana.
—¡Es horrible, no podré soportarlo! —suspiró una joven cebra gestante, sin apenas aliento.
—Bueno, calma —pidió Gedeón—. Siempre ha sido así. Nuestros antepasados han vivido así desde los tiempos más remotos y aquí estamos nosotros. La manada no se ha extinguido. Es ley de vida. De algo hay que morir y éste es nuestro destino. Los leones se alimentan de nosotros como nosotros nos alimentamos de las hierbas del campo, que también son seres vivos. Prefiero morir en un instante, cuando empiece mi declive, que morir de enfermedad o decrepitud poco después. Olvidemos eso y vivamos felices porque nada se puede hacer.
—¡Sí se puede hacer algo! —anunció solemnemente Felipa—. Yo tengo un plan...
La atención de todos se centró sobre ella y se hizo un silencio en el que se hubiera podido oír la caída de una espina de acacia. Felipa continuó:
—Siempre son dos o tres las leonas que nos atacan. Nosotros somos más de ochenta. Pero, en lugar de defendernos, siempre salimos al galope, esperando tener la suerte de que no nos alcancen y dejando desamparados a los más débiles.
Las orejas de los oyentes no podrían estar más tiesas.
—Pero ¿qué pasaría si les hiciésemos frente? —inquirió Felipa
Un murmullo de asombro surgió entre los presentes.
—Las cebras no podemos luchar con los leones —argumentó una vieja hembra que había visto actuar a los felinos muchas veces.
—Es una locura —añadió otra un poco más allá
—Entre nosotros hay cebras fuertes y valientes. —Felipa intentaba recuperar el control de la situación—. La coz de una de ellas podría dejar inerme a una leona. Entre dos o tres de nosotros podemos acabar con cualquiera de esos gatos.
Un tenso silencio volvió a cubrir la manada. Los más ancianos y débiles, sabiéndose fáciles víctimas de próximas cacerías, empezaban a acariciar la idea propuesta por Felipa. Los más poderosos y fuertes dudaban de que fuese posible algo tan temerario y que nunca se había intentado, debatiéndose entre el temor a una lucha desigual y el amor que sentían por sus familias. Por fin Gedeón intervino:
—Como jefe de la manada he tomado las decisiones hasta ahora, siempre pensando en el bien de todos. Pero en esta ocasión no estoy seguro de qué decisión he de tomar. Por una parte veo una temeridad lo que propone Felipa; por otra, veo justo que ayudemos a nuestros compañeros más débiles. Propongo que hagamos una votación.

El sol estaba ya muy bajo cuando Walia dio la voz de alarma. Una instintiva sacudida recorrió la manada, que inició veloz galope de huída, pero casi inmediatamente cambiaron de dirección reagrupándose alrededor de un árbol cercano.
—Rápido, los potros y ancianos junto al tronco, deprisa —ordenaba Gedeón, resoplando agitadamente.
—Vosotros, los guerreros, id cubriendo todos los flancos, pero dejad pasar a los más débiles hacia el centro. ¡Rápido!, que ya casi están aquí —gritaba Felipa.
Dos leonas se acercaban sin disimulo, sabiéndose descubiertas. Apenas estaban a cincuenta metros del grupo. Los relinchos y bufidos de las cebras eran signo evidente de la gran excitación de la manada. Una tercera leona, oculta hasta entonces por unos matorrales, apareció de súbito muy cerca, hacia el Oeste.
Las leonas estaban sorprendidas por la actitud de la manada de cebras. ¡No huían! Guiadas por su instinto, saltaron sobre las cebras del círculo exterior. Éstas, no habituadas a la lucha, eran presa del pánico al sentir las afiladas garras sobre sus lomos y propinaban tremendas pero descontroladas coces aquí y allá, las más de las cuales se perdían en el aire o impactaban contra sus propios congéneres. Una nube de polvo denso atenazaba todas las gargantas y hacía que los relinchos y rugidos fuesen aún más desgarrados. De improviso las leonas se retiraron unos metros, cesando en su ataque. Una de ellas cojeaba visiblemente. Las cebras se mantuvieron a distancia en angustiosa espera.
Dos leones machos se hicieron visibles a lo lejos. Sus enormes cabezas parecían gigantescas enmarcadas por la oscura melena. Felipa gritó, desde dentro del círculo:
—No os preocupéis, amigos, los machos nunca cazan; no se meterán con nosotros....
—Creo que tiene razón —opinó Gedeón, no muy convencido al ver que los leones iniciaban un rápido trote.
El instinto de los leones machos no juzgó a las cebras como presas de caza. Las presas de caza huían y nunca luchaban, o si lo hacían era débilmente, en la desesperación del último momento. La nueva actitud de las cebras conducía a la lucha abierta, y ésa sí era objetivo de los machos.
Cuando los leones se lanzaron sobre la manada, las leonas que antes se habían retirado los siguieron. El pánico se apoderó definitivamente de las cebras, emprendiendo muchas de ellas una huída desesperada. La mayor parte de las que quedaron rezagadas, las más fuertes y generosas, pagaron con su vida su gesto de lealtad al rebaño. Gedeón escapó en el último momento, viendo que nada se podía hacer.
Los leones empezaron un festín como nunca lo habían tenido. Cinco cebras, alguna aún agonizante, yacían a su alrededor. La leona coja lamía su garra magullada y uno de los leones tenía una hemorragia en su ojo izquierdo, seguramente producto de una coz. Otros felinos, incluyendo a un buen número de cachorros,  iban acercándose al banquete.
Las cebras galoparon durante mucho tiempo antes de sentirse seguras. Jamás se vio ejército más derrotado. Gedeón procuró reunir los restos de la manada antes de que la oscuridad lo hiciera más difícil. Poco a poco fueron llegando las cebras supervivientes, extenuadas. Cabizbajos y doloridos, todos se prepararon para descansar, sin mediar palabra.
Y así cayó la noche sobre Massai Mara.

A la mañana siguiente, un nuevo sol radiante iluminó la llanura como si nada hubiera pasado. Gedeón contó las bajas. Bastantes entre los más fuertes estaban malheridos, algunos de ellos con lesiones que, en el caso de que llegasen a curar, habrían de dejar secuelas graves. Durante unos días la manada se dedicó a recuperarse y descansar sin sufrir nuevos ataques de los leones, que tenían bien repleta su despensa.
Por fin Gedeón reunió a todos y les habló:
—Amigos, hemos pasado una mala experiencia.
—¿Dónde está Felipa? —preguntó un macho superviviente, aunque con la piel hecha trizas.
—Sí, ¿dónde está esa traidora? —increpó otra cebra, ahora tuerta.
Felipa se había mantenido oculta de la manada todo ese tiempo, temerosa de sufrir represalias por las consecuencias de su idea.
—Felipa hizo sólo una propuesta que creyó buena —continuó Gedeón—. No debéis culparla de lo que ha sucedido porque no hemos hecho más que lo que entre todos se decidió. ¿O habéis olvidado la votación?
—Pero ¿dónde se metió durante la batalla? —preguntó una hembra joven, milagrosamente indemne—. Yo no vi que participase en la defensa. Esa cebra cobarde nos ha metido a todos en un buen lío...
—La idea de Felipa era buena —interrumpió un viejo macho que apenas se aguantaba en pie—. Sois vosotros los que habéis fracasado. Os habéis portado como inútiles. ¡Qué de coces al viento! Y entre vosotros mismos. Yo he visto como Jonás ha derribado a Walia de una coz. Pobre Walia, allí quedó. No habéis tenido valor para una defensa eficaz —acusó el anciano.
—Era mi mejor amigo, bien que lo siento. Pero yo no podía ver nada, me atacaban por todas partes y tú, anciano, no sabes lo que se siente cuando esas garras se clavan en tus costillas... —explicó Jonás, apesadumbrado
—Abuelo —tomó Gedeón la palabra—, no debes ofender así a los que han dado su vida por la tuya. Las cebras no somos guerreros y es natural que hayamos fracasado en la lucha. No es un problema de cantidad, es un problema de eficacia. La idea de Felipa me hizo dudar. Por eso dejé que decidieseis vosotros. Ahora ya no tengo ninguna duda. Lo que propone Felipa conduce a la extinción de la manada en poco tiempo. Esta vez éramos bastantes y no nos ha ido bien. La próxima, seremos menos y aún nos iría peor.  Si siguiéramos el plan de Felipa, cada vez habría menos cebras poderosas en el exterior del círculo y más ancianos, lisiados y débiles en el centro. Si sometiésemos a votación la decisión a tomar cada uno votaría por sus propios intereses y cada vez ganaría con mayor número de votos la opción equivocada, es decir, la de los que querrían seguir en el centro mientras mueren por ellos otros individuos más útiles y necesarios. La manada sobrevivirá a esta catástrofe pero en lo sucesivo no volveremos a luchar con los leones.
Gedeón se retiró y la asamblea fue dispersándose. A lo lejos, Felipa observaba al grupo sin atreverse a intervenir. Nunca reuniría suficiente valor para volver con la manada. Vio a Gedeón trotar en su dirección y sintió miedo. ¿Por qué siempre sentía miedo...? Giró en redondo y se alejó velozmente hacia el Norte.

MORALEJA
Se juntaron cuatro pillos, cinco necios
y dos que tenían razón.
Y en un tema de importante relevancia
propusieron votación.
Los pillos por interés, los necios por necedad,
de todo se dijo menos la verdad.
¿Queréis saber quién ganó?
Pues, naturalmente, yo.

Kiro, el león.

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Fábula de la Cebra Felipa. Copyright: Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 1997
Prohibida la reproducción por cualquier medio sin permiso por escrito del autor
  




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