15 de julio de 2011

45ª noche - Noche de Difuntos

Me contó esta historia un orco agonizante. Yo mismo le clavé la lanza que estaba matándolo lentamente. Un ser infernal, pero un guerrero al cabo. Cuando me disponía a rematarlo, me ordenó:

—¡Siéntate!, he de contarte algo.

Me sorprendió tanto y había tal energía en su voz que obedecí como un autómata. Y él empezó su relato:



Sucedió hace muchos años, no muy lejos de aquí. El infame Áreon había sido coronado rey por el cardenal Lotar; a cambio, éste debía recibir una villa en pago de su servicio. Pero Áeron aún no tenía la  villa en su poder, debía conquistarla, y recurrió para ello a uno de sus secuaces.
Don Diego de Osma, conde de Osuna, hincó en tierra su rodilla izquierda al presentarse ante su rey.
—Alzaos, don Diego —ordenó el monarca— no hay tiempo que perder. Saldréis inmediatamente con una escolta de cien caballeros hacia la fortaleza de Campillo. La infantería ha batido sus murallas y diezmado las defensas durante los últimos días. Necesito que toméis la villa antes del domingo; no he de hacer esperar al cardenal...
—Así se hará, mi señor —prometió el conde, inclinando la cabeza. El rey hizo un gesto con la mano, despidiéndolo.


Don Diego y sus cien caballeros recorrieron al galope las tres leguas que los separaban de Campillo. La villa ofrecía un aspecto dantesco, rodeada por murallas semiderruidas, salpicada de incendios y de cadáveres. Extramuros, las tropas atacantes se acuartelaban en un campamento formado por hileras de tiendas multicolores. Avisado por los centinelas, el capitán al mando salió al encuentro del conde, poniéndose a sus órdenes.
—¿Queda alguna resistencia, capitán? —preguntó el de Osuna sin bajar de su montura.
—En la torre se ha refugiado el alcaide con algunos soldados. Son pocos y apenas tienen armas, pero su posición es privilegiada; podrían causarnos bastantes bajas antes de que consiguiésemos forzar las puertas.
—¿Habéis ofrecido pacto de rendición?
—Os esperábamos. No me he atrevido a negociar sin contar con la aprobación de Vuestra Excelencia...
Don Diego observó la elevada torre del castillo, que destacaba sólidamente en aquel mar de destrucción. Sólo disponía de veinticuatro horas, no quedaba tiempo para un asedio.
—Hacedlo —ordenó al capitán—. Rendición inmediata y sin condiciones, si quieren conservar la vida. Daos prisa.
Una hora después, la última resistencia de Campillo se había rendido ante el invasor y el conde de Osuna tomó posesión de la villa y ciudadela en nombre del rey. Desde las almenas, don Diego observó de nuevo la destrucción causada. Había sido una batalla muy sangrienta. El rey y el cardenal llegarían en cualquier momento, era necesario apartar los restos de la contienda, y sobre todo retirar los cientos de cadáveres que ocupaban las calles, plazas y, especialmente, las murallas.
Hizo descargar algunos carros de intendencia y dispuso que durante toda la tarde algunos de los hombres transportasen en ellos a los muertos hasta una distancia prudencial. La costumbre piadosa era enterrar los cuerpos, tanto de los enemigos como propios, pero don Diego tenía prisa y temía que el rey se adelantase, por lo que ordenó que los cadáveres fuesen simplemente arrojados a algún barranco, sin entretenerse en cavar fosas. ¡Quién lo iba a notar! Aun así, había tantos que no se terminó la macabra tarea hasta bien entrada la noche. Los hombres estaban inquietos. "Los muertos deben ser enterrados", murmuraban.


Mientras tanto, los soldados celebraban la victoria del único modo en que sabían hacerlo: comiendo y bebiendo hasta no poder más, alrededor de las hogueras. Después, algunos de los más jóvenes persiguieron a unas cuentas mujeres que se habían acercado al olor de la carne asada, mientras los de más edad contaban historias a quienes quisieran oírlas. Era Noche de Difuntos, en la que según los relatos habían sucedido cosas tan horribles que habrían puesto los vellos de punta a quienes escuchaban, si no hubiesen estado tan borrachos.
Después de comprobar que todo estaba en orden, el conde de Osuna se retiró a descansar a la alcoba que había sido del alcaide hasta la víspera. No esperaba encontrar lujo, pero la austeridad del aposento lo sorprendió: un colchón de paja sobre un viejo camastro y una manta hecha con algún tipo de pelo basto era todo cuanto allí había. Cuando su vista se acomodó a la escasa luz de la única vela que alumbraba, descubrió algo más; algo que sobrecogió su espíritu: en la pared, donde hubiese esperado encontrar un crucifijo, colgaba una máscara de facciones espeluznantes. Acercó la llama para examinarla mejor. Con las fauces abiertas bajo unos ojos pequeños y hundidos, mostrando unos colmillos enormes, la máscara representaba una cabeza semi-humana con una expresión de maldad como nunca antes había visto. Un escalofrío recorrió su espalda. Intentó arrancarla de la pared pero sus esfuerzos fueron inútiles. Por un instante sintió pánico, golpeó la figura con su espada hasta hacer saltar chispas sin conseguir moverla ni un punto.
Don Diego intentó serenarse. "No es más que un trozo de metal al que algún artesano ha conseguido dar esa forma horrible. ¿Qué daño podría hacerme?", pensó. Sonrió al recordar el miedo pueril sentido momentos antes. Colgó su cota de malla de los pequeños cuernos de la máscara y se dispuso a dormir las pocas horas que faltaban hasta el alba.


Aún no había amanecido cuando un ruido lo despertó. La vela se había apagado hacía ya rato y la oscuridad era casi total. Oyó claramente un graznido que provenía de la única ventana del aposento, abierta pues no había nada con que poder cerrarla. Dos pequeños ojos rojizos brillaron en la noche. El conde se levantó y tomando su espada avanzó hacia la ventana. Al acercarse, lo que quiera que fuese que había provocado el ruido alzó el vuelo y desapareció en la oscuridad. Don Diego hubiese jurado que era un cuervo, nada raro en aquellas tierras por demás inhóspitas. Ya en el horizonte un muy ligero resplandor anunciaba el amanecer. Atisbó afuera y lo que vio heló la sangre en sus venas: hasta donde alcanzaba la vista, todo, tejados, árboles, vallas, tiendas del campamento, absolutamente todo estaba cubierto por grandes pájaros de negras plumas. Cuervos y buitres le parecieron. Inmóviles, amenazadores, en silencio, como si esperasen alguna señal, cientos, miles de pájaros se habían adueñado de Campillo. Entonces oyó un alarido que parecía provenir del mismo Infierno.


Cuando, cerca de mediodía, Áreon y el cardenal Lotar se acercaron al lugar nadie salió a su encuentro. Extrañado por la soledad del paraje, el rey envió exploradores para que se adelantaran. Al poco rato regresaron al galope, como si les persiguiera el Diablo. Contaron que no habían visto rastro de las tropas, ni del conde de Osuna ni de ningún otro ser vivo; sin embargo todos habían sentido la presencia de algo maligno y terrorífico, algo que cortaba la respiración y helaba la sangre. Fuere lo que fuese lo que les había ocurrido, aquellos hombres habían quedado al borde de la locura. No obstante, y contrariando al chambelán que estaba verdaderamente impresionado, el rey decidió entrar en el pueblo con diez de sus caballeros de más confianza, además del cardenal que, por conocer al Diablo mejor que ninguno de los presentes, sería de utilidad si el Maligno anduviese realmente por allí.
Así que los doce jinetes hubieron entrado en Campillo franqueando una de las brechas más anchas de la muralla, el cielo se oscureció por el vuelo de miles de pájaros que aparecieron de pronto sin que nadie viese desde dónde llegaban. Parecían surgir de la nada, del mismo aire, y se lanzaron hacia donde el grupo de caballeros debía de estar. El fragor de sus graznidos se hizo insoportable. Viendo lo que sucedía, el grueso de las tropas reales fue tras los pasos de su jefe para socorrerlo. Unos a pie y otros al galope llegaron en pocos minutos a la plaza de armas frente a la entrada de la fortaleza, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Allí encontraron a once de los caballos, solos y cubiertos de sangre. Sólo el del cardenal conservaba a su jinete, maltrecho, aferrado a la cruz que colgaba de su cuello. El hombre no cesaba de mascullar exorcismos en latín, que intercalaba con gritos incoherentes. Sin duda había perdido la razón. Cuando los soldados lo desmontaron con intención de socorrerlo vieron que tenía la cara ensangrentada y que ambos ojos le habían sido arrancados. El terror se apoderó definitivamente de la tropa que huyó aún más veloz de lo que había llegado.


El cardenal nunca recuperó la razón; pasó el resto de sus días recluido en el convento de San Bartolomé, recitando sin fin sus exorcismos y letanías. De vez en cuando, de día o de noche, rompiendo el silencio místico del monasterio, podían oírse sus gritos: "¡¡¡Los pájaros, los pájaros!!! Enterrad a los muertos...". Entonces era presa de gran agitación y alguno de los monjes se apresuraba a darle a beber unas gotas de láudano que lo calmaban y adormecían. Del conde de Osuna y de su ejército, del rey y de sus caballeros, jamás se volvió a saber. Hay quien dice haber visto por los alrededores de Campillo, en las noches de difuntos, tropas formadas por soldados ciegos luchando encarnizadamente unos con otros, sin que nadie cayese por graves que fueran sus heridas. Pero son muy pocos los que lo afirman, porque casi nadie se atreve a acercarse por allí desde que sucedieron estos hechos, y menos aún en esa noche. Hoy Campillo es sólo un punto gris en el mapa, cuyo simple recuerdo hace que la gente se persigne y corra a refugiarse en sus casas.


Yo estaba tan absorto en el relato que di un respingo cuando el orco, dando por terminada la historia, me preguntó:
—¿Estás seguro de que tu rey es mejor que Áreon? —Y prorrumpió en una risa que me sonó siniestra—. Los humanos sois estúpidos, nunca aprendéis las lecciones. Cuando lucha el mal contra el mal siempre gana el peor de los males. Al mal sólo puede combatirlo el bien, contra la bondad nosotros no podemos hacer nada. ¿Crees que eres lo bastante bondadoso para vencerme? —insistió el orco.
Sus palabras me hicieron reflexionar. Lo miré y ya no vi al ser infrahumano que sólo merecía odio y muerte, sino a un ser desvalido y agonizante. Creo que, por primera vez en mi vida de soldado, sentí compasión. Me levanté y me dirigí a mi caballo, que aguardaba a pocos metros del lugar, para coger la cantimplora y ofrecérsela al herido. Pero, increíblemente, cuando volví la cabeza el orco ya no estaba.
En el suelo quedó mi lanza, partida. En el aire, con vuelo majestuoso, un cuervo se alejaba, graznando con fuerza. ¿Podría ser...? Estúpidamente, alcé la mano en un gesto de despedida.







Noche de difuntos © Fernando Hidalgo Cutillas  2008


 
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