10 de junio de 2011

29ª noche - El guapo de Santaella 2




Rafael está hoy contento, aunque deberá llevar tapado el ojo derecho aún por varios días. Todo ha ido bien y a su edad eso empieza a ser un milagro. Elisa cocinó su plato preferido, una sopa de albondiguillas con huevo que es realmente deliciosa.
—¿Queréis saber cómo sigue la historia de Alonso Colorado? —nos preguntó, antes de llegar al postre.
—No he pensado en otra cosa en todo el día —contesté, lo que no era muy exagerado.
—Si no recuerdo mal, ayer terminamos cuando Alonso contó a Miguel el desastroso ataque a la aldea de Flandes...

  A la mañana siguiente Miguel comenzó su trabajo. Los deudores eran en su mayoría pequeños terratenientes que vivían del ganado, el cultivo de trigo y la producción de un aceite de excelente calidad. La tarea del recaudador era fácil: lo recibían con amabilidad y respeto, no exento de cierto temor, aunque Miguel sabía que, para sus adentros, lo maldecían a él y a todo su linaje. Después de informarles del estado de su deuda, ellos argüían toda clase de excusas, de errores, de malentendidos... El recaudador escuchaba pacientemente sus razones, para acabar explicándoles que todo era ya inútil, no había más opción que pagar o ir a presidio. Pedían entonces un plazo para reunir el dinero, les concedía unos pocos días y ellos liquidaban la deuda a regañadientes. Así solía acontecer.

  Cuando regresó Cervantes a la fonda para el almuerzo, Alonso estaba en el mismo lugar que el día anterior. Al verlo, el capitán le hizo una seña invitándolo a compartir su mesa. Miguel había quedado conmovido por el relato de la víspera y empezaba a sentir afecto por aquel hombre. Mientras comían, ambos continuaron hablando sobre sus atribuladas vidas. Casi de la misma edad —Alonso un año mayor—, los dos habían sido soldados y llevado una vida errática, sin más rumbo que el que marcaban Fortuna y Necesidad. Miguel desveló que su verdadera pasión era la Literatura, que le daba muchas satisfacciones mas tan escasas rentas que se veía obligado a ejercer de recaudador, un empleo odioso pero que le permitía comer caliente todos los días. Por un duelo de juventud tuvo que abandonar la Universidad de Salamanca antes de concluir los estudios, y escapar a Italia, donde fue secretario de varios nobles y algún cardenal. Ello lo llevó a Lepanto, en mala hora, pues no sólo perdió allí una mano; también la libertad, durante un largo cautiverio en Argel, al ser apresado por los corsarios berberiscos el barco en que volvía a España, licenciado por sus heridas. Contó también sus intentos fallidos de escribir teatro y se confesó autor de alguna novela de escaso éxito, en especial de una titulada La Galatea, pendiente quizá de ser continuada.
  —Así que sois escritor... ¡Magnífico! No hay oficio mejor ni más necesario —afirmó el antiguo capitán.
  —Lo intento, amigo Alonso, lo intento. Para mí es lo más importante. Mi pluma es mi inseparable compañera y casi siempre la única.
  —¡Qué gran cosa, los libros! —reflexionó Alonso en voz alta.
  —¿Os gusta leer?
  —Ahora apenas leo, me aburre. Pero cuando era muchacho, nada me agradaba más. Nunca he sido tan feliz como lo fui entonces, leyendo las aventuras de aquellos valientes caballeros cuyas únicas leyes eran el Honor y la Justicia. ¿Sabéis a qué me refiero? Yo vivía esas historias como si estuviese dentro de ellas y al acabar cada libro me sentía profundamente triste; de pronto todo un mundo desaparecía. Es asombroso tener el poder de crear esos mundos.
  —No los creamos los escritores, esos mundos existen en alguna parte. Vos mismo sois un mundo sobre el que alguien podría escribir una historia. Se me hace tarde, he de dejaros —anunció de pronto Miguel—, tengo algunas visitas pendientes. Continuaremos la conversación en otro momento, si os apetece.

  Cuando el recaudador hubo salido y se disponía a marchar, el mesonero, que había ido tras él, lo llamó en voz queda:
—¡Señoría!, psss, ¡excelencia, esperad! —pidió, mientras se le acercaba con toda la rapidez que le permitía su voluminosa panza—. Debí advertiros antes, pero no encontré ocasión. El caso es que... —el hombre titubeó— bueno, supongo que os habréis dado cuenta ya...
—Hablad de una vez, ¿de qué he debido darme cuenta? —Miguel se impacientaba, temiendo algún embrollo.
—Pues que don Alonso está... —E hizo un movimiento circular con el dedo índice alrededor de su sien.
—¿Qué queréis decir.
—¡Que es un lunático, vaya!
—¿Y eso quién lo dice?
—¡Todo el pueblo! Lo llaman el guapo por lo pendenciero. Si os sorprende es porque apenas lo conocéis. ¿No os ha contado lo de la niña muerta? ¿O cuando soltó los mulos del molino? ¿Y lo de la ventana de Aldonza? ¡Está como una cabra! He creído que debía advertiros. Si se le contraría se pone furioso, sólo por eso os lo cuento. Sed precavido.
—Quedad con Dios —se despidió Miguel, espoleando su montura sin más comentario.
  Ni aquella noche, ni en todo el día siguiente, el recaudador volvió a encontrarse con su nuevo amigo. No dejaba de pensar en lo que le había dicho el mesonero. ¿Sería cierto? Él no había notado ningún rasgo de locura en Alonso, al contrario, le parecía un hombre bastante sensato...

—Y por hoy vamos a dejarlo aquí, que todos hemos de levantarnos pronto —anunció Rafael, acabado el postre—. Mañana, que será viernes, habrá tiempo de terminar la historia.

 
El guapo de Santaella (2ª parte) © Fernando Hidalgo Cutillas


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